Mucho más que risa
Padre querido. Aquel viernes de cielo oscuro en la madrugada te fuiste... Tantas cosas desde entonces, veinte años hasta llegar aquí... y acá seguimos, de alguna manera nos acompaña tu presencia.
Sigo oyendo tu carcajada, recordando tu sonrisa y tu mirada cuando
atento me escuchabas. No olvido que a veces te sentías orgulloso de mí y esa
sensación me encantaba. Te extraño, pero aún oigo tu voz y veo tu mirada llena
de bondad. Me acostumbré a tu risa contagiosa, me reía oyéndote, me encantaba
esa risa franca, auténtica, incontrolable. Me gustaba tenerte cerca porque todo
te parecía fácil, al menos nos hacías creer que así era. Sin dramas, sin
enredos, si salía mal se repetía, no pasaba nada. No pasaba hasta que
partiste. Lo más doloroso e
incomprensible, pero después del dolor intenso un día entendí, acepté.
Te recuerdo siempre, pá. No estás en esta dimensión desde hace
mucho, pero, a veces, me miro al espejo y te encuentro. Recuerdo tu infinita
capacidad para creer en mí, también eso me gustaba y aunque dudaba, ahora acudo
a ella. Tenías esa manera especial de alegrarte con nosotras, en tu silencio,
pero lleno de satisfacción por las cosas buenas, que para ti eran muchas.
Extraño esa envidiable simpatía que hacía que todos te quisieran y se
divirtieran contigo. No la heredé, está claro, pero otras cosas sí, y las que
todavía no, las sigo cultivando... aunque confieso que de la simpatía desistí
hace rato.