El que busca no siempre encuentra
Hace
veinte años, cuando estaba próxima a terminar la carrera, partí a la
Universidad de Turku en Finlandia. Llegué en el invierno del 99,
junto con mi amigo Álvaro, más conocido como Rigo, a estudiar el último semestre de economía. Además de las novedades climáticas que encontré, a las
que alguien del trópico no está acostumbrado, viví varias experiencias: algunas
asombrosas y fascinantes, otras tensas e inexplicables.
Recuerdo
una noche de febrero, madrugada en realidad, en la que llegando a mi habitación
con el frío adherido al cuerpo, descubrí que no tenía llaves. Era la 1, 2 o
quizá las 3 de la mañana, venía del bar al que siempre íbamos. Entré
al edificio donde vivía y busqué la llave de mi dormitorio sin éxito, no pude
entrar. De inmediato repasé mis actividades del día, no había sacado la llave
en ninguna parte, nunca lo hacía, así que lo más probable era que la hubiera
dejado dentro. Sin embargo, parte de mi rutina diaria consistía en
verificar que llevaba todo lo necesario conmigo cuando salía, por lo que
intenté nuevamente revisar mi maleta y mi chaqueta. Habré pasado 5 o
10 minutos buscando, abrí cada bolsillo, saqué todo lo que tenía y nada, no estaba.
En
el pasillo donde quedaba mi cuarto no había ni siquiera una silla, la opción de
quedarme allí no era viable porque además de la incomodidad —tendría que
haberme sentado en el suelo—, hacía mucho frío. Conocía solo a
una vecina, una polaca, simpática pero para mí, una “señora” de 30 años,
estudiante de doctorado, a quien no imaginaba tener que despertar.
Me
armé de valor y salí. La primera opción era ir a donde Rigo, pero él
vivía como a 30 minutos de mi casa y no me pareció conveniente caminar a esas
horas con el clima que había. Fui entonces a donde Claudi, un catalán que había
estado con nosotros en el bar y que vivía como a dos calles. Aparecí con cara
de angustia en su cuarto y pese a que intentó ayudar, fue práctico y realista.
No había forma de abrir sin llave y dado que solo nos unían unas copas
compartidas, resultaría incomodo dormir juntos en una cama sencilla; me
recomendó ir a donde Sara, una italiana que estaba cerca y que también había
estado en el bar; por algún motivo creía que allá habría más espacio.
Me
aventuré siguiendo su recomendación. Sara me abrió la puerta con algo de
asombro pero una sonrisa amplia. Estaba a punto de meterse a la cama, no
obstante, cuando me vio y le conté lo sucedido, me rescató de la que
pudo ser mi primera noche callejera. Me preparó un té, puso música y después
de llamar a una de sus amigas a contarle todo —para ese entonces solo los
italianos tenían celulares y los usaban intensamente— extendió para mí un
colchón extra que tenía.
Me
acosté y caí profunda. Sin embargo, el sueño se espantó rápidamente. No
sé si estaba soñando o ya estaba despierta, pero pensando en lo que tendría que
hacer para conseguir un duplicado de mi llave, me inquieté nuevamente por
descubrir el lugar dónde podría estar. De repente, repasando mentalmente uno a
uno los bolsillos de mi chaqueta, me di cuenta de que no había abierto el de
los guantes, porque se supone que nunca guardaba nada ahí, y claro, me levanté
de un salto y allí encontré la tan buscada llave.
No
podía despertar a Sara para ir a mi casa, así que aliviada por no tener que
hacer nada al otro día, esperé el amanecer y me desvelé un rato pensando cómo
pudo ocurrir aquello. Al día siguiente las risas se reprodujeron
entre todos los estudiantes extranjeros. No importó mucho, pero quizá hubiera
sido preferible no mencionar que siempre tuve la llave conmigo.
Sucedió,
sí, y no era la primera vez, tampoco ha sido la última. Me pasa con
alguna frecuencia, parece que un duende me ronda y esconde algunas de mis
cosas. No vale que las busque cuidadosamente, no aparecen cuando las necesito.