A propósito de egoísmo

Me pregunto con frecuencia si algún día dejaremos de ser una sociedad inmadura y egoísta y en su lugar, lograremos vivir en una un tanto más civilizada.

Me atormenta un poco que siempre busquemos en otros a los culpables de nuestras tragedias, del subdesarrollo que vivimos y de la falta de oportunidades. Claro, no es difícil encontrar responsables, basta dar una mirada alrededor y evidenciar que en cualquier esquina hay una muestra de incompetencia, corrupción y abandono estatal.  Pero creo que nuestro bienestar no está solo en manos del Estado o del Gobierno de turno. Para convertirnos en el país que queremos, más allá de elegir acertadamente a quienes nos gobiernan, que tan bien, necesitamos comportarnos de forma apropiada.

No se puede negar la inoperancia del Estado en muchos ámbitos, la mala suerte que hemos tenido con los dueños del poder y la dificultad para ejecutar proyectos bien intencionados por la burocracia absurda con la que hay que lidiar. Pero por encima de eso, sobre lo que a veces poca influencia tenemos, tener que soportar las altas dosis de egoísmo con las que parecemos haber sido dotados, me abruma.

A diario encuentro señales de irrespeto que maltratan y afectan el tranquilo transcurrir del otro. Desde una compra en el supermercado en la que se deja el carrito mal ubicado, pasando por el auto que adelanta en doble fila, incluso aquel que se adueña del estacionamiento sin importarle que está bloqueando a alguien, hasta la impuntualidad, que es una muestra más de menosprecio por el prójimo.  Así, sin mucho darnos cuenta, convivimos todos los días en medio del irrespeto y la falta de consideración con los demás.  Como si estuviéramos solos en el mundo y lo único que importara fuera satisfacer nuestras necesidades rápido y completamente.

Por irrazonable que parezca, en ocasiones actuamos ignorando al que está al lado y muchas veces, somos ignorados. Pareciera que todo tuviera que estar regulado o normado en papel para que diéramos muestra de civilización, y ni siquiera. Lo peor es que inconscientemente nos vamos llenando de frustración y rabia por las conductas que nos perturban de los otros, en algunos casos vamos respondiendo con lo mismo, generando molestia e incomodidad y acrecentando un círculo vicioso; en otros, se apoderan de nosotros las ganas incontenibles de dar una lección al causante del malestar, muchas veces de forma equivocada.

Imaginemos cambiar nuestro comportamiento en estas pequeñas cosas, ser conscientes de las conductas cotidianas y aplicar sentido común. No debiese ser muy complejo, seguro haría una diferencia importante en la convivencia y contribuiría, aunque sea un poco, a hacer de esta una sociedad menos salvaje.

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Colectivo familiar

Sin rumbo fijo

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