Céntrico


Un miércoles diferente. En medio de una maravillosa mañana despejada y tibia, mi madre y yo anduvimos contentas por el centro de la ciudad.  Desde una temprana expedición a conocer un lugar que, al parecer, es bastante frecuentado por propios y ajenos, y del que poco o nada sabía, hasta una dolorosa y estremecedora exposición con la que revivimos los peores instantes de nuestra historia reciente.
Desafiando la normalidad y los desplazamientos cotidianos, convencí a mi madre de hacer un viaje en transmilenio hasta el 20 de julio.  Contrario a lo que cualquiera hubiera imaginado, aceptó y muy temprano partimos. Por fortuna, todo anduvo muy normal.  Un trayecto largo, al otro extremo de la ciudad, pero relajado y tranquilo.  Todo fue novedoso pero grato.
La iglesia es sencilla y bonita, así como su historia, y claramente la fe de la gente que la visita ha hecho que se convierta en un lugar de recogimiento y fervor. Hablan de varios milagros del Divino Niño, hay un museo documentando las asombrosas ayudas que algunos han recibido y bueno… muchos tienen su forma de ver y entender el mundo y supongo que estará bien. Me gustó ir un poco más allá de los sitios de siempre y conocer este espacio de la ciudad.
Después, para no desaprovechar la luminosa mañana y agradeciendo la suerte de estos días libres, emprendimos el camino hacia la Candelaria.  Me encanta este barrio. Disfruto sus detalles, esa onda bohemia, los museos, las casas que los albergan, ese algo especial que tienen y la historia que encierran.
Era muy temprano, así que cual turistas, después de conocer los jardines del Instituto Caro y Cuervo, nos sentamos en una placita a llenarnos de sol mientras abrían el Museo de Botero.  Lo recorrimos sin prisa. He ido varias veces, pero siempre le encuentro el gusto.  Además, era la primera vez con mi má y sin duda, es de las mejores compañías.  Observa, imagina y arma historias de cualquiera en un instante. Pasear así es motor total de creatividad.
Hicimos una pausa merecida para un café con pan de chocolate y continuamos la travesía, librería incluida.  Entramos a la Catedral, caminamos la plaza de Bolívar, que curiosamente poca gente tenía y llegamos al Claustro de San Agustín.
Testigo se llama la exposición fotográfica. Impactante, extremadamente sobrecogedora. Llegamos del universo sonoro de la calle al silencio inmóvil de las salas del Claustro.  Imposible articular palabra ante la realidad. La magnitud del drama y la capacidad de barbarie superan toda ficción. No se puede repetir. Nunca. De ninguna manera.
No tuvimos ánimo para continuar de travesía, salimos de allí y, sin palabras, emprendimos el regreso a la casa.


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Colectivo familiar

Sin rumbo fijo

―denota negación―