Plan confesional

Escribir a ver qué pasa. Algo liviano, decía, pero la pulsión empuja, no me deja en paz. A veces me sale un susurro, otras una sacudida. Narrador / escritor / testigo que se incomoda. Me digo que esto es solo para mí. Quizá no es del todo cierto.

Nunca me importó demasiado lo que piensan los otros. Creo. Tal vez eso tampoco es del todo cierto. Quizá me importa, a veces. Algo puntual. Y aun así escribo, como si nadie me leyera. Tal vez alguien lo hace. Quién sabe.

Tomo cosas que conozco y las tuerzo, no mucho. Armo fantasías alrededor de cosas que he visto, soñado, recordado a medias, como si pudiera descubrir algo nuevo en lo mismo de siempre. A veces pasa. Descubro. El contraste choca. Encuentro mucho artificio, sí, pero no tanto como para perder de vista el por qué. Que no sea gratuito. Menos que sea obvio. Que haya algo genuino. Me repito siempre lo mismo.

Pasa. Me siento con mi café espumoso y un breve espejismo se instala y luego quiero escribirlo… sin éxito. El momento de pensarlo y registrarlo es casi siempre fugaz. Me deja sin otra forma de procesarlo. El espejismo. El susurro desaparece. Vuelve. Pero no dice nada claro. Y aparece la tos, otra vez. Me desconcentra. A veces la escritura parece un sistema de defensa. El lugar donde dejar lo que no puedo decir de otro modo. La nota al pie que revela lo que el cuerpo calla. Aunque muy callado no está. La tos no se va. Insisto en dejar una especie de memoria del acontecer. Voy leyendo, escribiendo, borrando, corrigiendo y a veces converso, escucho. Me gusta.

En fin, iba a escribir algo nada que ver, empezando por la noche del viernes en la que fui a comer con un amigo. Mi amigo más reciente, la herencia de mi trabajo más… desgraciado. Solo un año desde que nos conocemos. Nos reímos, por fortuna siempre nos reímos, a pesar de los pesares y de las preocupaciones aquellas que nos aquejaban, todas esas por las que no valía la pena la angustia. A veces la vida tiene sus cosas, sus panaderías, sus circunstancias, las amables y las que no lo son tanto, esas para las que ni el yagé sirve. Las mismas que nos hacen estallar en carcajadas. Comimos, conversamos, me tomé una copa, creo que fueron dos. Me enteré de detalles bacterianos. Una celulitis, la cirugía respectiva, la curación y su recuperación. Sonaba doloroso, pero encontramos de qué reírnos y es lo que queda.

El sábado pasado me encontré en petit comité con mis amigas del Cacharrito. Qué energizante fue. Carismáticas, inteligentes, divertidas. A veces no lo son, no lo somos, da lo mismo. Ríen a carcajadas. Reímos. Mucho, con risas estrepitosas y prolongadas. Tuvimos frío, brindamos mucho. Estuvimos felices. 

Me alegra un montón compartir tardes así. Por la calidez, la cercanía y la magia. Saber que casi todas vemos con ojos nuevos, no sólo por la miopía, presbicia y demás, sino porque la vida ha estado llena de diversiones, tonterías y también de dramas. Porque sabemos perfectamente que esos años, por allá antes de que terminara el siglo pasado, marcaron algo más que el paso por el colegio. Fueron años de desorden feliz que nos pusieron en órbita, nos proyectaron hacia el futuro con la fuerza ingenua de la juventud. Y ahora, conectadas con la memoria emotiva, nos encuentran en pleno campo compartiendo desde tips, trucos, gotas para mantenernos luminosas, hasta estados melancólicos y eufóricos. Muy orgullosa estoy, de mis amigas, de mi amigo más reciente, de mí.

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