Encontrarnos... una escena casi imposible

Nos saltamos el encuentro de mayo. Y varios más.
Nos teníamos un poco abandonados. O no.
Ha ocurrido que, ocupados en asuntos diversos, hemos ido en otras direcciones. La vida se llena de cosas que parecen urgentes, y allá vamos. En mi caso, a decir verdad, andaba con la mente cansada y el cuerpo agotado. Pero prefiero sacar tiempo, hacer un hueco y brindar.
Brindar por nada en particular, o por todo.
Jugar a ser quien quiera. O quien no quiera.
Permitirme preguntar, buscar, sorprenderme, enterarme de los últimos acontecimientos y descubrir, de paso —de nuevo— gustos personales, contrastes y caprichos.
Descubrir, a través de la conversación, ideas sobre el acontecer, la inteligencia artificial, el futuro pensional, asuntos laborales, también familiares, un ritual psicodélico, y algún recuerdo en común que no recordábamos igual. Me siento a la mesa con los gatos aquellos y revivo pasajes, escenas que tal vez solo tienen sentido en la memoria.

Y bueno, esta vez, con problemas de por medio —Lina y yo las emproblemadas— probamos un restaurante nuevo, de esos que pretenden despertar los sentidos con cada plato. Nos dejamos sorprender, elegimos poco, aceptamos sugerencias y comenzamos con sodas saborizadas: jengibre, algo de coco, supongo que agua, frutos rojos. Vasos servidos con el borde escarchado en sal, especias y picante.

Luego llegaron las entradas, una tras otra, sin apuro. Mazorca parrillera bañada en mantequilla cremosa. Camarones servidos en salsa espesa, ligeramente picante. Varias más.

Pero lo que nos dejó sin palabras fue el árbol. Un árbol de sushi, literalmente. Frondoso, con ramas cargadas de rollos de distintas formas, colores y rellenos, envuelto en una nube de humo tenue que salía de la base como si respirara. Una puesta en escena tan teatral como deliciosa, que nos sorprendió con una mezcla de asombro y risa. La primera reacción, después de haber tenido bastante con las entradas, fue de incredulidad... ¿cómo íbamos a comernos todo eso?

Pero bastaron unos segundos —una rápida exploración— y el banquete se convirtió en una especie de juego. Uno tras otro, los rollos desaparecían con la velocidad de un antojo largamente postergado. Y, como langostas hambrientas, lo devoramos en un instante. Entre risas, movimientos rápidos de los palillos y comentarios a medio decir, dejamos el árbol vacío. Se acabó hasta la salsa de soya. Nos la acabamos.

No fue solo ponernos al día, volver a hablar, sin expectativas, sin la urgencia de los desayunos habituales, fue una forma de mantener el hilo invisible de aquellos años noventa del siglo pasado... que se estira, pero no se rompe.

¡Cómo los quiero!

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