El ruido que hace el silencio

Nadie recordaba exactamente cuándo había llegado. Algunos creían que siempre había vivido en ese barrio, en ese tercer piso sin ascensor, con plantas que sobrevivían milagrosamente en el balcón. Otros aseguraban haberla visto por primera vez un lunes cualquiera, tomando un capuchino sola, en la terraza de un café con las sillas un poco cojas.

Tenía un acento indefinido, de ciudad cruzada por otras ciudades. Y un nombre que usaba poco, parecía que no le pertenecía del todo.

La llamaban la mujer de los colores. Vendía pulseras artesanales en ferias itinerantes o por Instagram, siempre con los mismos tonos: fucsias, turquesas, corales, amarillos, rojos. Bonitas. Las entregaba en sobres de papel reciclado con una nota escrita a mano.

“Contra recaídas sentimentales y otras catástrofes suaves”, decían algunas. “También funciona con exnovios y domingos”.

Nadie sabía si era en serio, pero lo creían. A ella y a las palabras del sobre.

Vivía sola en un apartamento pequeño, de los de una habitación, sin televisión, con una cafetera de prensa francesa y una mesa antigua de madera cubierta de libros abiertos por la mitad. No tenía timbre. Había que escribirle antes. Pero incluso entonces, muchas veces no contestaba.

No hablaba mucho. Y cuando lo hacía, soltaba frases que parecía no dirigir a nadie:

—A veces pienso que he vivido demasiadas vidas para esta cara

o,

—Hay días en los que me gustaría ser mi planta del balcón: agua, sol y nada de preguntas.

Nada de grandes declaraciones. Algunas palabras lanzadas al aire, necesitaba ponerles cuerpo para que no siguieran doliendo por dentro.

A algunos les caía bien. A otros, les daba pereza. Era amable, sí. Pero en sus propios términos. Una mujer que no se quejaba pero tampoco sonreía …. era difícil de clasificar. Estaba, pero parecía un poco ausente. No le interesaba agradar. Tampoco ser repelente. Reservada, decían. No decía mucho, pero no era como que guardara un secreto, tal vez sabía que contarlo no cambiaría nada.

Se especulaba que escribía. A veces se la veía en el mismo café, frente a la ventana, con una libreta en la que anotaba cosas sin mirar el papel. A veces encendía una vela en su mesa, incluso a plena luz del día. Decía que así no olvidaba que todo era fugaz.

Una chica joven —de esas entusiastas que proponen cenas entre vecinos y catas literarias— le preguntó una vez si había estado enamorada. Ella respondió sin dejar de mirar hacía la calle:

—Lo estuve. Y luego, más bajo:

—Pero llega un momento en el que ya no sabes si lo que duele es perder al otro… o dejar de reconocerte en el espejo.

Después no volvió a hablar del tema. Pasó el tiempo, como siempre. En la ciudad los días se parecen. Se mezclan entre la congestión, las lluvias intermitentes y las obras que parecen eternas.

Y un día ya no estuvo.

El apartamento quedó cerrado. Nadie supo si se había ido o si, simplemente, ya no quería estar. La planta del balcón se secó en dos semanas. Al portero le dejó un sobre con las llaves y una nota doblada en cuatro: “Gracias por no preguntar. Fue suficiente.”

No hubo escándalo. Ni tristeza colectiva. Solo una falta muy concreta. Una silla vacía en el café. Una caja de pulseras que alguien repartió entre los vecinos sin decir nada.

Desde entonces, algunos creen haberla visto por otros barrios. Cambiada, pero no tanto. A veces en bicicleta, otras leyendo en un parque. Vestida de colores suaves.

Y en ciertos atardeceres lentos, cuando las ventanas abiertas dejan pasar voces lejanas y el olor a pan, hay quien cree oír una frase sin dueño... No hace falta entender. Pero gracias por dejarme estar…Algo parecido a una historia que nadie termina de contar.

Y sin embargo, algo se movió. A veces, suceden cosas así. Sin grandes escenas. Sin ruido. Hay silencios que pesan más que muchas palabras. Fríos que no vienen del clima, sino del modo en que nos alejamos de nosotros mismos. Todo parece quieto, pero algo adentro sigue latiendo.

Y a veces, basta una pulsera, una nota escrita a mano, o el simple hecho de ser escuchados sin juicio, para que algo —muy de a poco— empiece a volver a la vida. 

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