No era esto, o sí.
Los días arrancan con
un alto grado de complejidad y uno mayor de incertidumbre. A veces, antes de
que suene la alarma, ya me siento atrasada. El calendario me avisa de tareas
que no recuerdo haber aceptado. Me despierto con la sensación de que alguien me
evalúa desde un comité secreto del que lo sospecho todo.
Y, sin embargo, paso a
la mesa y encuentro el desayuno servido: café humeante, pan caliente, el par de
huevos fritos. Por un instante, se me olvida la realidad que me espera fuera
del hogar.
Después llego al
trabajo. Participo activamente en una estructura profundamente incomprensible.
Pero hacerlo no basta para entender. Todo es difícil y hacerlo siempre igual no
parece cambiar las cosas. Aun así, intento crear un espacio de sentido, incluso
sin darme cuenta. Escribo frases extrañas y a veces aspiracionales —tengo una
pluma nueva—. Mi libreta de pendientes está llena de pequeñas grietas por donde
se filtra lo absurdo. Una rebelión pequeña, pero digna. Al menos eso creo…
porque por fortuna no se entiende nada de lo que escribo.
Con los días, el
trabajo y el tedio existencial me vacían tanto que quedo sin brillo,
arrastrándome por la vida como una sombra. Una que ni siquiera tiene forma,
pero pesa como si la tuviera. Supongo que es el exceso de actividad —un poco de
drama, claro, como siempre—. Porque, en apariencia, el entorno es tranquilo,
casi sereno. Hay de todo, luces, colores, alegría. También memes compartidos.
Aunque no falta —nunca
falta— el personaje que, cuando tiene la palabra, no la suelta. Discursos
vacíos, redundantes, como si estuviéramos en un experimento para medir cuánta
palabrería puede soportar una mente antes de implosionar.
En medio de todo, a
veces encuentro pausa, un momento de lucidez. Casi siempre cuando voy de vuelta
en el bus. No es que resuelva nada, pero me permite ver con un poco de calma y
perspectiva. Reflexionar sobre aciertos, errores, ilusiones. Al final, casi
todo se reduce a lo mismo: querer cierta tranquilidad. Y una silla cómoda, o una
silla libre.
Por suerte —y eso no
es poca cosa— tengo mis fines de semana. El mundo, de pronto, reverdece. Se
ilumina. Florece la posibilidad de algo distinto: no madrugar, descansar, leer,
escribir, dar largos paseos, comer rico, tomar vino. Recuperar el tiempo que el
sistema exprime de lunes a viernes.
Habrá siempre que
buscar una forma de no sucumbir del todo. Y si se puede, hacerlo incluso con
estilo.
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