Nada que corregir
Parte uno
Por supuesto, al
comienzo fue el caos. No uno escandaloso, sino metódico, cotidiano, silencioso.
En apariencia, todo estaba en orden, el trabajo, la pareja que ya no vivía con
ella pero seguía mandando mensajes, la casa con plantas que sobrevivían por
inercia. Pero bajo esa superficie, en esa supuesta calma, se escondía un alto
grado de confusión y uno mayor de inseguridad. Una estructura que parecía
sólida, que resultaba profundamente incomprensible. Era su vida, edificada
sobre una lógica que no le pertenecía.
Ella —una mujer a
punto de cruzar la frontera de los cuarenta, guapa pero no memorable, lo justo
para no ser ignorada— se sentía hacía tiempo desfasada, actuando una versión de
sí misma que alguien más había escrito hace años, con frases prestadas, hábitos
copiados, emociones diluidas. Había momentos breves de claridad. Pequeñas
grietas por donde se filtraba lo absurdo. A veces bastaba un gesto ajeno, una
conversación sinsentido en la oficina, para que su mirada se volviera filosa,
incómoda. Una mirada que no aceptaba sin más, que no tragaba entero. Que se
incomodaba y… quería incomodar.
Su vida había sido, lo
sabía ya, casi casi experimental. Ensayos fallidos, ideas prestadas,
intuiciones a medias. Se había sometido a una lógica que detestaba… la del
rendimiento, la del éxito, la de estar siempre disponible. Trampas paralizantes
disfrazadas de madurez. Y sin embargo, a pesar de todo eso, había creado,
inconscientemente, un espacio de sentido. Uno íntimo, rudimentario, pero real.
Había días en que todo
se le volvía ruido, solo percibía palabras vacías, redundantes, frases cortadas
en reuniones virtuales, la prisa de la ciudad. Había de todo, sí, y eso la
abrumaba. Seguía sin saber casi nada del mundo, pero ya sabía casi mucho de todo,
o eso pensaba mientras miraba su reflejo en el vidrio de una sucia estación de
Transmilenio. Y luego, de repente: nada. Un desmoronamiento discreto, casi
elegante, como si se derrumbara por dentro con la precisión de una implosión
controlada.
No se lo dijo a nadie.
No hizo grandes declaraciones. Solo dejó de fingir entusiasmo. Solo empezó a
caminar distinto.
En el apartamento, la
terraza del piso 16 se convirtió en su lugar. No era una terraza especial. No
había flores ni luces decorativas. Pero desde ahí podía observar el contorno de
la ciudad, sin participar de ella. Había empezado a prestar atención a los
gestos pequeños, a los silencios entre frases, a la forma en que la gente se
aferraba a sus rutinas, usándolas como tablas de salvación. Empezó a descubrir
sus propios secretos también. Iba a ser difícil, pero no imposible.
El trabajo la vaciaba.
No por exigente, sino por inerte. El tedio existencial la convertía en un
cascarón opaco, sentía que solo se arrastraba por la vida. Una acusación sorda
terminó por quebrarla. Una incomprensión densa, una pared invisible. Nadie entendió.
Nadie tenía por qué.
Entonces, sin plan,
sin epifanías, comenzó a buscar dentro de sí. En su naturaleza más indómita, en
esa intuición acérrima que había ignorado por años. Había que encontrar una
forma de no desfallecer del todo. Y a veces eso implicaba no responder el mensaje,
no tener una respuesta, no dar explicaciones. Solo mantenerse en pie.
Una tarde, sin
preverlo, encontró cierto alivio. No era redención. No era transformación. Solo
una tregua. Se miró al espejo y por primera vez en años no quiso corregir nada.
Sin drama. No hubo lágrimas, ni sonrisas significativas. Solo una pausa. Suficiente.
Ignoró a su amiga
cuando le dijo que parecía más serena, más sabia. No le interesaba ser ninguna
de esas cosas. No quería narrarse así. Lo único que deseaba era no madrugar,
leer en voz baja, escribir sin rumbo, caminar por barrios desconocidos, comer
rico sin motivo.
Esa noche, se preparó
algo sencillo. Una copa de vino blanco con un par de hielos —costumbre heredada
de su mamá, a la que al principio se resistía—, una tajada gruesa de pan de
masa madre con un pequeño chorro de miel, unos cuantos arándanos y un par de
marañones. Subió con eso a la terraza del 16. Se sentó en una silla de
plástico, sin ninguna pretensión estética. El aire era tibio. La ciudad
murmuraba sin exigencias.
El cielo no era
espectacular. Sin colores de postal, solo un rojo opaco, violeta desleído,
algunas estrellas visibles. Algo de magia. Respiró profundamente. Por una vez,
sin esfuerzo, pudo verlo todo con perspectiva. No se resolvía ningún misterio.
Pero tampoco hacía falta.
Parte dos
El departamento estaba
en silencio. Piso 15. Vidrios gruesos, muebles de diseñador, y un zumbido
constante de electrodomésticos caros trabajando más de lo necesario. Nada
desordenado a simple vista, nada roto. Pero algo no encajaba, un leve desajuste
entre él y el entorno, el aire parecía tener una densidad distinta.
Traje impecable, pelo
engominado, sonrisa de revista. Vestía el mismo traje que usaba para las
reuniones importantes, aunque no tenía ninguna. La camisa sin abotonar del
todo, la corbata aflojada como si se hubiese rendido a medias. Caminaba
descalzo, sin rumbo, pisando el suelo pulido con una cautela impropia. Parecía
que el mundo podía romperse bajo sus pasos.
Había papeles en el
suelo. Notas sin terminar, balances que ya no importaban, frases subrayadas en
libros que no recordaba haber leído. Nada tenía lugar. Nada pedía orden.
Sentarse en el suelo fue un gesto instintivo, una forma de estar sin molestar.
Se apoyó contra la pared, el vaso de whisky intacto en la mano. Tomó el
celular. Hizo una foto. No la publicó, no la envió, solo quería convencerse de
que aún existía.
La cara que lo miró
desde la pantalla parecía conocida, pero no suya. Había algo borroso en los
ojos, una fatiga que no venía del cuerpo. Le pareció absurdo, en ese momento,
todo lo que había intentado construir. Ya nada le pertenecía. Nunca le perteneció.
Su vida se había estado despegando lentamente de él, capa por capa, hasta
dejarlo hueco, liviano, irreconocible.
Lo había hecho todo
bien. Lo sabía. Había dicho lo correcto, tomado las decisiones que debía,
seguido los caminos esperados. Había sido hábil, eficiente, oportuno. Había
sido, también, un experto en no mostrar nunca fisuras. Un maestro del control. Se
decía libre y feliz, pero en realidad estaba cansado y abatido. Y esa noche, ya
no quería esconderse.
Pensó en su madre, en
el vino con hielo que tomaba cada tarde mientras escuchaba boleros. Recordó una
escena antigua, difusa, él de niño, con miedo, preguntando si podía llorar. Y
su madre respondiendo con un abrazo. No recordó su voz, pero sí el silencio que
vino después.
Se levantó sin prisa.
Caminó hacia la ventana. Abrió el vidrio con cuidado, pero con una extraña
naturalidad. Sintió el aire frío contra la cara. Miró hacia abajo. No midió la
distancia. No pensó en el dolor. Solo una idea leve, un murmullo… ordenar, terminar.
No gritó. No dudó. No
hubo testigos. Solo el golpe seco que nadie escuchó.
Parte tres
Ella estaba en la
terraza del 16, como otras noches. Pan con miel. Vino blanco con hielo. La
silla de siempre. Desde ahí, podía ver el edificio de enfrente. Uno idéntico al
suyo: fachadas grises, ventanas con cortinas beige, luces que se apagan antes
de tiempo.
Unas semanas después,
hojeando el periódico abandonado en una cafetería, vio una nota breve. Hombre
de 42 años, caída desde un piso alto. Se investigaba si fue accidente. No se
sospechaba intervención de terceros.
No reconoció el
nombre, pero sí la foto. La misma cara de la selfie que imaginó una vez. La
expresión quebrada. Algo que había visto fugazmente desde su terraza, una noche
cualquiera. Una silueta en el aire. Pensó que lo había soñado.
Guardó la página.
Esa noche, mientras la ciudad murmuraba como siempre, se sirvió otro vino blanco con hielo. Y al mirar el cielo sin estrellas, pensó “Nada que corregir”
P|D Conversé con chat GPT mis ideas sueltas, frases de la nada que surgen cuando veo a la gente tomando café o mientras voy en el bus... o las pienso mientras atiendo alguna reunión. Le di un par de instrucciones, le prohibí ciertas licencias, y edité su propuesta.
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