Letras cotidianas
En una suerte de
alineación astral —de esas que solo percibo yo—, me detengo a releer cómo he
escrito mi vida. No con tinta indeleble ni con la certeza de quienes narran
desde lejos, sino con la fragilidad de quien escribe al ritmo de lo que siente
o imagina.
Repaso, curiosa, cómo
en cada momento, en cada capítulo, he escrito y descrito mis días. Con palabras
que a veces alcanzan y otras apenas rozan la superficie. He escrito lo que
ocurrió y también lo que nunca pasó. Lo que soñé despierta, lo que imaginé en
largas noches de insomnio, lo que quise y no supe cómo nombrar. He escrito los
días ideales, también los luminosos y precisos, y los que nunca llegaron a ser
o fueron como no quería.
Hoy, como ayer y como
quizá mañana, sigo escribiendo. Vivo lo que puedo, sobrevivo lo que toca. Las
palabras me acompañan, me han acompañado siempre. Pero no siempre llegan
sabias, ni en orden. He inventado paisajes que nunca existieron, he dado forma
a conversaciones que no ocurrieron. Pero también he dejado que la realidad se
cuele entre las líneas. Las palabras son mi forma de estar en el mundo, una
manera de atravesar el tiempo sin perderme del todo. El tiempo pasa, y si no
escribo, siento que se me escapa, que no logro fijarlo, que me desordeno con
él.
Mi presente lleva
encima todo lo que he sido, lo que imaginé ser y lo que ya no será. Es un
vaivén. Un sube y baja. Pero en esa mezcla está la historia que me tocó, con sus
aciertos, sus torpezas y sus espacios en blanco. Aunque lo inalcanzable siga
ahí, al fondo, lo que vale es lo que quedó en el camino, lo que escribí, lo que
todavía recuerdo.
Últimamente, la
historia ha tomado rumbos que no estaban previstos. No habría podido
anticiparlos. Las expectativas se soltaron y las palabras —esas que antes
parecían ordenar las cosas— ahora se desparraman, toman caminos raros, se
contradicen. Las ideas que creía claras se desdibujan, se mezclan como si ya no
quisieran sostener una forma definida.
Y aun así, sigo
escribiendo. No para entender, no del todo, sino porque hay algo en el gesto
—ese impulso que aparece solo— que alcanza a ponerle un poco de forma al
desorden y las piezas, aunque no encajen bien, logran reunirse por un rato en
un mismo lugar. Aunque sea en el papel, en la pantalla, en la nube, en alguna
parte.
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