Inventario

De mayo recuerdo

todas esas gotas,

los espacios urbanos,

aprender de otras voces,

lo vaga que fui a veces,

sentir otros aires, probar otros sabores,

las contradicciones de Bogotá,

las crocancias de los wafles caseros,

el estado de demencia que circula por el mundo,

el roce del aire cada vez que abrí ventanas,

el olor a pan recién hecho,

la alegría de la parrilla en domingos soleados,

las palabras de un dialecto indígena con el que me crucé algún día,

las búsquedas del sentido entre lo absurdo y lo obvio,

las cosechas coloridas de la huerta,

la velocidad de la ciudad,

estar petrificada frente a una pantalla por muchas horas,

la risa inesperada en medio del ruido laboral,

los mensajes que no respondí,

las caminatas sin rumbo que me perdí,

el café de sobremesa,

la sensación de estar y no estar en el mismo instante,

las pequeñas esperanzas que brotaron sin previo aviso,

el barrio que lo sabe todo, lo ha visto todo.

 

Y también:

el tránsito obligatorio y diario a la oficina,

la sobremesa en las noches que llegué tarde, cansada y hambrienta,

los almuerzos frugales,

el cansancio reflejado en mis ojos enrojecidos e irritados,

el golpe en la cabeza y la huella que dejó,

las conversaciones rumbo al cole

mis monólogos constantes en el trayecto de vuelta a casa,

las preguntas sin respuesta —las que hago y las que omito—,

las contorsiones del cuerpo que algún día pretendo hacer,

y la celebración del cumpleaños de la sister,

y una comida espontánea a mitad de semana con M.

 

Ah, y la alegría de los días llenos de pájaros, 

los domingos viendo montañas y árboles,

el asombro por las miniaturas en movimiento que se acercan a las plantas, 

la intensidad colorida del escenario campestre, 

el entramado de vida alrededor; 

la mezcla de alma, sentidos, dolor, risas, 

y también ese silencio espeso,

que surge cuando me resisto al paso del tiempo.


 

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