Escenas desde el anonimato

Hoy es uno de esos días en los que la casa está en silencio. Me debato entre una pereza persistente y la necesidad de empezar. He desayunado café, huevos revueltos, un trozo de pan rescatado de la nevera y algo de fruta picada. Me asomo a la ventana y me quedo mirando la lluvia. Ligera, constante, la gente la ignora, les resulta irrelevante. Pero a mí me detiene, me sobrepasa. No quiero salir, no quiero mojarme. Sé que tengo que hacerlo. No habrá escapatoria.

La puerta se cierra detrás de mí. El agua, constante, me recibe en la calle. La lluvia ha dejado los andenes mojados, y mis pasos se sienten más lentos de lo habitual. Tal vez es la humedad, tal vez soy yo.

Tomo el bus y me encuentro con esas verdades que no queremos ver. La situación estética general es regular en el trayecto. El transmi va casi lleno y la fealdad sobresale. Estamos todos en el límite preciso entre muy feos y “normales”. Las únicas que salvan son dos chicas en “estado mutante”. Parece cierto aquello de la luminosidad durante el embarazo. No sé si siempre ha sido así, no me había fijado, no me había detenido en este fenómeno. Quizá siempre veo a alguien que sobresale, por algún detalle de terror, o por una belleza sublime. Tal vez por eso no había reparado en los demás pasajeros.

Hoy los veo. Y me veo. Hay días en los que el reflejo de una ventana empañada devuelve más que una silueta. Me pasó una vez, no en una ventana, en un espejo. Me encontré.

En ese instante, todo se vuelve inevitablemente cercano. Escucho conversaciones casuales. Ya no son solo cuerpos en movimiento, son gestos, tensiones, miradas que se esquivan. Pequeñas derrotas. O fantasías de triunfo.

Desde el espacio que me hago entre los demás, agarrada firmemente a una baranda que evite que salga por los aires cuando frene el bus, observo. Percibo —por fortuna en la mañana los olores corporales son inofensivos—. Escucho. Me pregunto de qué se nutren tantas conversaciones ordinarias. Me maravilla el brillo repentino en los ojos de alguno. Me desconciertan tantas palabras mal empleadas. Embotan la mente y aplastan el espíritu. No siempre me concentro en los diálogos, pero a veces son tan absurdos que me dan ganas de intervenir.

Un hombre bosteza con una lentitud solemne. Una mujer mayor mira su celular, parece desesperada. Otro duerme, o intenta dormir, pegado al vidrio. Yo también soy parte de la escena. No hay afuera. No hay observador neutral.

Y entonces empiezo a divagar —se me pierden las ideas en la sombra de la cabeza—. Se deslizan hacia el fondo del cerebro. Y ya no sé si lo que escuché, o lo que vi, fue real o imaginado.

Y no pasa nada.


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