El muro no abrió paso

Tantas cosas han sido, tantas han pasado. Intentaré narrar desde el reposo de una mañana gris de sábado los sucesos —hoy anecdóticos— de la semana que terminó. Estas brevedades son las que por ahora me han hecho pensar, sentir, avanzar.

Intento darle movimiento a unas cuantas palabras |

Salí a la calle con la intención de tomarle el pulso al día. Y sí, llovía. Una lluvia, como las que no se detienen últimamente, de esas tímidas que no empapan pero fastidian, acompañada de la clásica esperanza de que el sol asome. Tenía una lista de tareas enorme, inmensa, pero decidí hacer una pausa en el café. Esta vez me quedé tomándolo en la mesa, en lugar de salir corriendo de vuelta a la oficina.

La gente estaba ahí, sí, en el café, pero como parte del mobiliario. Todos absortos en sus computadores o en el teléfono. Nadie hablaba. Nadie respiraba. Todos con pose de ser muy importantes, y de estar muy ocupados. Un poco amargados… eso parecía, y pues, el mundo no necesita tanta gente aburrida. No, de verdad. No hace falta.

Preferí dar una vuelta, a ver si encontraba algo más movido. Un poco de ritmo, un poco de color, el alma perdida del primer martes de mayo. Brilló un rayito de sol.

Matizar el hueco, la hinchazón, y posiblemente mi torpeza |

Lo intento. Hay que reconocer que avanzar rápido, con paso firme… no funciona si se mira solo al suelo.

Llovía. Yo llevaba impermeable. El impermeable tenía capucha. La capucha impedía visión periférica. Decidida a llegar a la hora de siempre, giré en una esquina siguiendo los pasos de mi hijo, y una teja de barro que sobresalía en un muro me detuvo en seco de la forma más absurda. Mi frente sintió un golpe fuerte. Sólido. Doloroso. Mi cráneo se quejó. Mi dignidad, también. Lo admito, no vine al mundo con chip de identificación de riesgos incorporado. Esa habilidad natural de prever peligros en la ruta… no me tocó.

Mi cabeza sangró y tuve que armarme de valor para ir en busca de auxilio. El golpe empezó a crecer. Lo sentí caliente. Incómodo. Un bulto queriendo salir bajo la piel, toda la vida latiendo en mi frente y yo sintiéndome expuesta, con la herida a la vista, goteando, roja.

El chiqui encontró una servilleta para detener la sangre y seguimos caminando. No conseguimos taxi, tampoco médico cerca, pero sí elementos para improvisar una curación. Puesta la cura, había que retomar actividades… partí de nuevo. El tema no era como para dejar de ser funcional.

Me puse una botella de agua helada sobre la herida cubierta, pero el bulto seguía creciendo, tenía vida propia. Llegué a la oficina con la frente en modo volcán en formación, pero fui valiente. Dolía. Y dolía más porque cada persona que entraba, al verme, reaccionaba con una mezcla entre susto y compasión.

Me mandaron al médico. Y fui. Sin discutir, sin hacerme la fuerte. Me limpiaron la herida, me dieron antiinflamatorios, hielo. Una orden para cirugía plástica. La doblé. La guardé. Y espero no arrepentirme después.

El diagnóstico informal, el mío, tendré un hueco para siempre. Una hendidura en la frente. Un souvenir corporal del día en que una teja me recordó que levantar la mirada no es una metáfora vacía. Es un acto de supervivencia.

Anduvo así el miércoles, con evento. Tal como el anterior, cuando la minga indígena nos mantuvo atrapados por horas en el DNP, con sus demandas y sus razones. Dos miércoles seguidos que me sacudieron, literal y simbólicamente. Empiezo a sentir respeto, o tal vez temor, ya creo que los miércoles reclaman su propio espacio en mi memoria. A este ritmo, tendrán sección en mi autobiografía.

| Un alto al fuego |

El jueves amanecí con la frente mucho menos hinchada, ya no me veía tan ridícula. Salí. Irresponsablemente obvié la incapacidad. Total, la rutina no se detiene por una microherida, y el mundo menos.

Pasé de nuevo por la esquina del golpe. Me detuve. Tomé una foto. El chiqui sugirió que podríamos convertirla en atractivo turístico. Él pone el nombre. Yo pongo la sangre. Me reí. Apenas. Pero me reí. Mi pequeña tregua con la pared. El muro intacto. Yo, un poco rota.

| El viernes fue otra cosa |

La semana ya pesaba. La herida, menos roja, sigue presente. Lo que queda del golpe en la frente está cambiando de color, algo entre amarillo, verdoso, morado. Las cosas en la oficina se acumularon como si supieran que yo estaba un poco más lenta. Fue un viernes agotador con mucho trabajo. Y yo cada vez más detenida en los detalles, más atenta a la pausa, al gesto, a la distracción ajena. Tal vez la lentitud no sea pérdida de ritmo, sino un cambio de foco.

Y no es que ahora camine más despacio. Es que ya no pienso avanzar sin levantar la mirada.

| En otros asuntos |

Hay Papa nuevo, y es de la vecindad. La lluvia, abrupta siempre, ha dado respiros eventuales. Almorcé poco y mal, casi a diario, pero compensé al llegar a casa. Disfruté atardeceres urbanos de vibrantes colores o muy oscuros. Tuve sueños, pocos, y más bien breves, como flashes de otra vida. Me crucé con gente en la calle con cara de viernes, incluso en martes. Regresé a casa tarde todos los días, pero no tuve ningún plan, nada más allá de trabajar. Agoté el celu en una reunión virtual que duro justo hasta que la batería no dio más. 

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