Crónicas mínimas de una ciudad inexacta

Siguiendo el impulso narrativo y el itinerario que dicta la rutina, queda por acá algo del acontecer semanal. Fragmentos, impresiones, escenas mínimas. Mi forma de ordenar el paso del tiempo.

Lunes

El señor grande y gordo que se me acomoda al lado como si el asiento fuera suyo y mío al mismo tiempo. Cada movimiento brusco del bus es una invasión de centímetros. Su peso cae sobre mi hombro.

La mujer que, al acabársele el saldo de TuLlave, se desliza bajo la registradora con una agilidad sorprendente, una contorsión absoluta que ignora las miradas.

El tipo que narra en voz alta, sin que nadie se lo pida, cada video que ve en su celular. El volumen al máximo, como si el bus entero fuera su sala.

Alrededor, los demás van perdidos en sus pantallas, sus audífonos, sus pensamientos.

Y yo, ahí, esperando que el bus no pare demasiado, que la ciudad no decida hacer de las suyas. Todo por una reunión improvisada que descuadró mi lunes desde temprano.

Pero llegué.

Contra todo pronóstico, llegué a tiempo.

Martes

Recorrido habitual: caminamos juntos rumbo al colegio.

La lluvia cae, deja de caer, vuelve a empezar. No se decide. Tiene sueño, pereza. Duda de sí misma. No la culpo.

Nos despedimos. Tomo Transmilenio.

En el lado occidente de la Caracas, la ciudad se descompone en reflejos. Vidrios sucios, empañados, cubiertos con capas de tiempo. En un momento, surge el resplandor… el reflejo del sol aparece en esas ventanas opacas, la luz insiste sobre ese polvo adherido a los vidrios.

Rostros que se cruzan sin mirarse, anuncios rotos, luces de colores.

Una mujer habla sola. No grita, pero su voz corta el ruido. Dice algo sobre un juicio, un hijo, una promesa que no le cumplieron.

Nadie la mira. Nadie interrumpe.

Un hombre duerme con el cuello torcido, abrazando una mochila desgastada.

Un niño canta bajito, sin letra clara, solo melodía. Suena lindo.

Todo cabe en ese instante mientras se escapa el tiempo.

Miércoles

La ruta de siempre. Encuentros fortuitos, miradas conocidas en el camino. Saludos fugaces.

Una mala elección en el café, fruto de la pereza de hacer fila. Saboreo el arrepentimiento en cada sorbo, tibio y demasiado dulce.

Jornada intensa en la mañana.

Reuniones. Pienso que lo mejor sería que dijera algo inteligente y además algo distinto, pero nunca estoy a la altura de mis expectativas. Soy solo una más.

Un almuerzo diferente, en equipo, con risa fácil y aire de celebración.

La tarde, más intensa aún. Pero es una de esas tardes espléndidas, con solazo brillante que parece burlarse de nosotros mientras seguimos encerrados tecleando.

El cansancio se acumula, tal cual como el polvo del escritorio que nunca limpian y que a veces paso por alto, solo me incomoda un tanto. Mucho. Tomaré medidas, lo he dicho antes. Sigo sin tomarlas.

El regreso, apretado. Desorden, una multitud que avanza sin mirar. Todo se confunde en el ritmo insistente de lo cotidiano.

Pero en la noche, cena en casa. Conversada. Divertida. Tengo suerte.

Y entonces imagino mundos imposibles, los vuelvo reales, son parte del día.

Jueves

Llamadas de atención en la ruta. A veces siento que vivo un episodio de Educando a mamá. Quizá aprenda.

Desde el Transmi, esta vez con vista oriente, me sorprende el avance de las obras del Metro. La ingeniería me asombra: la cantidad de gente, la sincronización, la escala de lo que implica. Todo ocurre frente a nosotros, y casi nadie lo mira.

Personajes que se suben, algunos simpáticos, pero algo patéticos.

La mañana y sus reuniones. La perplejidad. El sinsentido vestido de formalidad. Tanto trabajo en lo que va de la semana que no termina, tanto que amerita nota in extenso (no hoy, pero algún día).

Vagabundeos de mediodía. Después de un almuerzo frugal, doy una vuelta por el parque. Caminar sin destino es otra forma de pensar.

En la tarde vuelvo a la rueda: pedaleando y pedaleando, a ver si algo resulta.

Cae la tarde, anochece, y el ritmo no se detiene.

Juicios silenciosos. Miradas que se cruzan sin tocarse. Me abstraigo en esos rostros perdidos. Qué cansancio.

El regreso… esta vez en taxi, todos estos desplazamientos, los edificios, las calles, la gente.

El jueves resulta un poco aventurado. 

Viernes

El azar del calendario. La marcha irregular al cole: aceleramos, nos detenemos, conversamos de lo mismo, nos reímos.

Llegar a la oficina después del café habitual.

Trabajo. La pretensión de sintetizar, de esquematizar. Confirmar la dificultad. Darle vueltas a los mismos temas, proponer una y otra vez, llegar siempre al mismo lugar. Nunca pasa nada. Todo sigue atrasado.

El mediodía compartido: platos diversos, vasos de vino, preparaciones varias, conversaciones desordenadas, risas. Diferente.

La tarde que parecía ligera se ocupa, se llena. Una vez más anochece y ahí seguimos, sin descanso.

Llegar a casa, comer, conversar en calma, una copa de vino, dos. Una pausa, por fin.

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No sé cómo contar el día a día sin sonar repetitiva. Será que simplemente se repite, sin más. Una retahíla de instantes que se suceden sin remedio.



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