Ruido de fondo

Todo cuanto veo por estas calles, todo cuanto oigo. El centro es un zoológico, la fauna capitalina mezclada con sus visitantes es de un folclor desmedido. Interesante. La desmesura de estos días en la Candelaria y sus alrededores me ha llevado a experimentar la vida de otra manera. Aturde un poco. Mucho.

—Oiga, ¡rica la pitaya! Dulce, digestiva la pitaya —suena en la grabación de varios puestos llenos de frutas brillantes.

Me detengo un momento, pero la marcha sigue.

—Venga y pruebe la oblea, le ponemos queso y mora… —una mujer sonríe mientras le ofrece a una pareja que se acerca.

Otro vendedor, una nueva grabación, con voz grave y confiada:

—Tiene problemas de respiración?, le duele la articulación? Aceite de coca y marihuana, lo cura todo. Algo semejante.

Las calles retumban con el sonido de los carritos y las conversaciones. Risas, voces, basura.

—Siga que está rico el almuerzo —me dice un hombre, señalando la entrada a un lugar oscuro de dudosa higiene.

Más allá, una señora, alzando una canasta llena de pequeños frutos naranjas, llama la atención de los transeúntes.

—Sí hay níspero, venga y pruebe. También chontaduro

Y entre la multitud, alguien grita:

—Sírvase no más. Mango para el niño, para la niña, con sal y limón, con pimienta.

Mi paso se hace más lento, atrapado entre la oferta de todos estos vendedores. Alguien, con una pastilla en la mano, lanza una recomendación rápida:

—No le pasa la tos hace semanas, chupe esta pastilla de… cualquier cosa.

El espacio se mezcla con poderes sobrenaturales de todo lo que ofrecen, sabores milenarios, olores particulares, gentes de acá y allá. Mochilas que se tejen, piedritas que se entrelazan en collares y pulseras, libros que se desempolvan y se ensucian, discos envejecidos perfectamente organizados en el suelo, libros sagrados, vasos y servilletas que se elevan con el viento y ruido demoniaco. Un bullicio constante. 

No sé por qué, pero en un instante de reflexión me pregunto qué habrá sido de toda esta gente en la pandemia. La energía frenética de este pedazo de ciudad apagada. Inquietante.

La mezcla de olores, voces y colores me envuelve, pero de alguna manera, ya no me sorprende. Voy y vengo con una extraña libertad. Pareciera que estoy creando un vínculo con este entorno salvaje.

—Atrévase con el salpicón — me dice una mujer con una sonrisa amplia, mientras pone la cuchara en el vaso.

Y sigo caminando, mientras se disipa lluvia. Los puestos callejeros han usurpado todos los espacios de este centro. La ciudad nunca se detiene, pero yo ya me quiero ir. 



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