Recapitulando días estivales
De
vuelta al paseo, un poco de memoria para no dejarlo en el olvido.
Nos encantó Lyon. Más
auténtica que París, con menos gente que Estrasburgo. Nos pareció una ciudad
rara, pero hermosa, con un toque de misterio. La vida en sus calles transcurre
tranquila, sin apuros, sin alboroto, pero con una energía especial. En nuestro
hotel, custodiado por el hombre naranja, todo estuvo bien. Sin embargo, buscar
el auto en el estacionamiento fue uno de esos momentos curiosos de nuestra
estadía. Por algún motivo, nos perdimos un poco, aunque no había casi autos.
Comenzamos en el sótano tres, subimos al segundo, y al final lo encontramos en
el primero. Unos minutos de confusión, quizá por el cansancio de la llegada,
pero nada grave.
Caminamos mucho, sin
rumbo fijo, solo dejándonos llevar por la ciudad. Recorrimos un mercado enorme
junto al río, con gente cruzándose por todos lados, pero en una suerte de orden
que les permitía ir comprando de puesto en puesto, mientras nosotros curioseábamos
frutas, flores, panes, de todo. Lyon nos abrazó con su aire frío, nuboso, pero
agradable. Probamos turrones, quesos, chocolates y algunas frutas. Visitamos
plazas, ruinas, museos y calles que variaban entre ser muy acogedoras y
demasiado frías. Recordaremos la belle époque, a la que no le encontramos nada
particularmente bello, el río y su malecón, muy entretenido. El monserrate de
allá – no recuerdo el nombre – lo vimos y disfrutamos bajo la densa neblina y
muchas calles y callecitas con su toque invernal.
El viaje pasó entre
esos lugares soñados, en momentos a veces intempestivos, hacia el sol, huyendo
del frío, por caminos campestres que nos llevaron a pueblos medievales.
Estábamos abiertos a lo que surgiera, a disfrutar lo que encontráramos. Fue fantástico.
Después de Lyon,
tomamos la carretera hacia Niza. Un par de horas atravesando un paisaje blanco,
helado, que parecía no terminar nunca. La nieve cubría todo a izquierda y
derecha de la carretera. Un paisaje tranquilo. De pronto, la temperatura
comenzó a subir, superamos los 0°C, alcanzamos los 6, 7, 8°C, y todo comenzó a
brillar. Nos detuvimos cerca de Montelimar, compramos turrones, chocolates,
jabones. Seguimos. Cambiamos la radio, pasamos de RFM francés a Ed Motta, nos
relajamos un poco más, tanto que hasta Pancho bailó al volante.
En la pausa del
almuerzo, todavía en la carretera, sentimos que habíamos llegado al verano
mismo. Creo que estábamos a unos 12°C y pudimos quitarnos las chaquetas, nos
liberamos un poco y disfrutamos un montón.
Llegamos a Niza sin un
plan definido, con la intención de dejar que las cosas siguieran fluyendo.
Vimos uno de los mejores atardeceres de nuestras vidas. Celebramos el fin de
año rodeados de italianos en la playa, con fuegos artificiales artesanales que algo
de susto me dieron. Hicimos picnic de Año Nuevo, con sorpresa incluida. Un
Ferrero almendrado, dulce y delicioso, le dio el toque a ese primer día del
año. El ambiente era perfecto, el mar en calma, algunos dándose un baño,
nosotros en pausa, contemplando. Al día siguiente paseamos por Èze, por el faro
Du Cap Ferrat. La vista excepcional, las olas y el viento, el baile del mar.
Seguimos el recorrido costero de Antibes, con sus calles pintorescas en tonos
cálidos.
Ah y bailamos –bailé–
en los estacionamientos, sin ningún motivo en particular, simplemente porque
sí. No sé por qué aquí no ambientan musicalmente los parqueaderos. Y entre todo
eso, los pequeños detalles gastronómicos. La granada en los kebabs, el
croissant con mantequilla de alta calidad, los quesos olorosos, la espantosa
toronja, la delicia del chocolate. Pequeños placeres que a menudo pasamos por
alto, pero que en realidad nos definen un tanto.
Diecisiete días en
Francia fueron suficientes como para dejarnos con ganas de más, para querer
volver. Nos queda esa sensación de que vimos solo un poco de su belleza y
magnitud, como si nos hubieran mostrado solo una parte de lo que realmente es.
Pero, aun así, fueron días de asombro, de vacaciones imparables. Fuimos
felices.
Comentarios
Publicar un comentario