Cruzar el tiempo

Sentir que la temperatura se eleva por un instante. Despertar al amanecer del otro lado del mundo. Cerrar los ojos con suavidad, con intensidad, con fuerza potente. Llamar de nuevo al sueño. No encontrar respuesta. Desistir del intento. Pensar un rato. Imaginar escenas vistas por la ventana de un tren de alta velocidad. Volver a los recorridos blancos por carretera. Sentir que estoy desapareciendo. Fantasear con historias de vuelos y aterrizajes. Saborear un instante de gloria. Pasajera.

Luego el conflicto, levantarse, permanecer en la oscuridad. Aprovechar el tiempo, distraerse. La hora es la que es. Sigue siendo. El despertar es pasado. Qué sentido tiene sufrir por adelantado, por el cansancio que aparecerá. Por qué algunos serán —somos— así de intensos, así de emocionales. Qué hará que los pájaros al vuelo en mi cabeza desde el principio de los tiempos, no se puedan domesticar fácilmente.

Debo renovar esfuerzos de manera instantánea y fugaz. Procurar que mi cuerpo asuma el ritmo rápidamente, que mi ojo vuelva a su tono normal. Concentrarme en lo importante, lanzarme a la vida sin más. Tomar agua también. No hay tiempo para nada más. Será el segundo miércoles del año cargado de significado, de propósito, de compromisos. También de ilusiones. Al menos ya cantan los pájaros, suenan lindo, quizá son migrantes y tienen, como yo, descompensación horaria, es muy temprano todavía. O tal vez tampoco están domesticados y cantan cuando les da la gana.

Parece que retomar actividades, volver a la rutina, empezar de nuevo, enfrentar la realidad, todo eso es mucho. A veces, demasiado.


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