Rutas y recuerdos
Que la cabra tira pal
monte, que siempre hay algo que impulsa a subir, que el ascenso promete más de
lo que da y que la velocidad, como el café, ayuda a la productividad. Y claro,
que después de la quietud del finde, hay que estirar los músculos, aunque sea
un poco. Con esas ideas flotando, arranqué la ruta de la mañana de ayer. No
hubo monte, ni de cerca, y la velocidad brilló por su ausencia, pero aun así,
avancé unos kilómetros. Y con cada paso, mi mente se despejó al ritmo de
canciones que ya son como viejas amigas, esas que me han acompañado desde la
prehistoria y de las que me sé en una y varias versiones, ignorando a veces la
original.
La tarde anduvo
ocupada, tareas de última hora y de primera también. Fue un torbellino de
tareas urgentes, pendientes, de esas que parecen existir para que no se me
olvide que no debo tomar respiro. El cambio inesperado del proveedor de
internet, las ventanas completamente abiertas y el vértigo asociado. Desde que
nació el chiqui tenemos un tope que impide que se abran completamente, pero
ayer, durante la instalación de cables, estuvieron abiertas de par en par y vi
el peligro asomar. Ese que está ahí, invisible, pero siempre presente. Me
asusta.
Más allá de la hora
programada partimos a novena. El taxi avanzaba con lentitud abrumadora,
atrapado en un tráfico interminable. Mi madre me miró como si le estuviera
preguntando la hora a alguien que ya no sabe responder. “¿Qué hora es?”, dijo,
casi sin esperar una respuesta. Ya sabíamos que llegaríamos tarde. Atravesar la
ciudad a un ritmo decente no se logra en estos días navideños, en realidad no
se logra casi nunca. No la atravesamos, por supuesto, pero sí debimos cruzar
más de 70 calles hacía el oeste y otras tantas hacia el sur. Atrapada en la
congestión tenía la sensación de estar en un ciclo sin fin, todo de nuevo,
repitiéndose una vez y otra más desde que se siente que llega diciembre. Pero
lo logramos.
Lo que quedó de tarde
transcurrió en modo reminiscencias. A medida que avanzábamos, las calles
parecían susurrarnos recuerdos de un tiempo que ya no existe, pero que sigue
ahí, suspendido. Llegamos al barrio del ayer, a ese en el que empecé a caminar
y nos esperaban con buñuelos y brazos abiertos. La casa de nuestra anfitriona
estaba casi como la recordaba, intacta, como si el tiempo hubiera dejado de
apresurarla hace mucho.
Y hoy, buscando
equilibrar los excesos de anoche, emprendí la ruta por otro camino… me fui
hacia el occidente y casi llegó a la Boyacá. Creo que exagero, quizá solo
alcance la Córdoba, ni siquiera la Suba, por ahí se me enreda el asunto y la
georeferenciación me hace creer que llego más lejos. Caminé entre lento y muy
lento mirando el paisaje urbano con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Estuvo
bien, algo de desorden, poquísimo, mucho de verde todavía, también muchos
perros, siempre hay muchos. Regresé después de 17 kilómetros y acá estaba hasta
hace unas horas en las que por variar me desconcentré, porque empiezo algo y
paso a lo siguiente, me devuelvo, pierdo el foco, me cansó, se me ocurre
arreglar lo que funciona y lo daño, y así. Perdí el hilo entonces dejaré por
acá e iré en busca de almuerzo.
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