Sobremesa cafetera

Le suena el teléfono mientras le sirven su café. Lo ignora, el teléfono, se concentra en la taza humeante. Pone azúcar, medio sobrecito, revuelve. El teléfono sigue sonando. Da un primer sorbo y lo deja, pone más dulce. Mira el teléfono, que no para de sonar. Contesta. No habla. Cuelga. Vuelve a su café. Juega con la cuchara. La deja. Toma otro sorbo, mira al infinito y toma el teléfono. Marca. Saluda. Dice suavemente que el día se levantó otra vez gris y con algo de lluvia, pero que en la mañana el ambiente mejoró y no hace mucho frío. Guarda silencio, asiente. Tiene voz amable, pero parece aburrido. Me concentro en mi capuchino, en el dibujo que han hecho en la espuma que no quiero dañar. La conversación me llega. Responde que sí a algo, que estuvo con alguien ayer, buscando risas que no encuentra, alegrías que se escapan. Sigue sin norte ni brújula. Pruebo mi café, tiene ese sabor dulce de la leche de soya, está bastante bien y, por supuesto, no pongo azúcar. Me trae recuerdos. Olvido a mi vecino de mesa, tomo mi café sin apuro, respirando un poco, pero levanto la mirada y noto un atisbo de sonrisa. Ahora es él quien me mira. Parece estar rodeado de una especie de sombra, invadido por una tristeza, sus ojos son lindos, pero asustan. Le sonrío. Me sonríe también. Quizá merecíamos esa sonrisa o la necesitábamos. No sé. A veces me quedo callada mucho tiempo, no es inactividad neuronal, al contrario, estoy atendiendo, resolviendo, el enjambre de fantasías que alborotan mi mente. Me termino el café, dejo el libro que no abrí en su puesto, pago y me voy.



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