Una sonrisa congelada
Un día que comenzó
azul y brillante, con la sensación del tiempo detenido en medio de algunas
esquinas atestadas de gente. Hago una pausa para comprar agua gasificada y leer
un poco antes de aterrizar en el sexto piso, pausa que se ha convertido en
parte del ritmo habitual de mis días recientes, pausa que está siendo mi manera
de alterar sutilmente mi puntualidad.
Hay una pareja con cara de tragedia en la mesa de enfrente. Debería abandonar, quizá́ no es para ella. El desamor empieza como una sensación punzante y angustiosa y después pasa el tiempo sin que nada pase, hasta que muere en silencio, poco a poco. A veces se convierte en recuerdo. Otras, sólo se olvida. Se me ocurre que es mejor fluir porque no hay nada más triste que aferrarse a algo que nunca volverá́. Sin embargo, a pesar de las limitaciones del amor, de lo que algún día fue, su imperfecta y fugaz existencia vale la pena. Casi siempre. Miles de realidades pequeñas y todo eso que no entiendo. Porque tal vez no hay nada que entender y supongo que así́ está bien.
A diario, en la oficina, me permito unos segundos de fantasía. Como si el único consuelo en los días grises fuese abrir la ventana, sentir la brisa y sentirme también más intensa, más interesante, más apasionada. Pueden venir tiempos más complejos que me obliguen a abandonar, pero de momento, aquí sigo, y entretanto, van pasando las horas.
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