Sin palabras

Madrugaba a diario a escribir notas en su teléfono. Narraba con detalle los sueños que recordaba, también los sucesos de la jornada anterior. Imaginaba lo que ocurriría en el día, el mes, el año, la vida, lo dejaba apuntado. Su móvil se llenaba de acontecimientos y reflexiones, lo que le parecía insensato o injusto. La incompetencia que rondaba. El comportamiento de su mascota. Las emociones que no sentía. Lo que anhelaba. Sus anotaciones eran el testimonio de su existencia, evidenciaban cuán curiosa y cauta era. 

Cada día dedicaba más tiempo a escribir, cada día lo hacía más rápido. Tecleaba sin parar desde que abría los ojos. Le costaba dejar la cama porque solo quería escribir y escribir y seguir escribiendo. Alimentaba a su gata con rapidez y cada vez jugaba menos con ella. Se bañaba y vestía en poquísimo tiempo, trabajaba menos de lo que debía, dejó de contestarle a sus amigos y a su madre. Comía con brevedad y bebía menos, no quería hacer pausa para ir al baño. Tenía urgencia de anotar absolutamente todo lo que veía e imaginaba, cada vez imaginaba más y veía menos. Empezó a traer el pasado lejano a sus apuntes. Comenzó a registrar un ayer atroz y notó que la atrocidad nunca había dejado de pasar.

Tenía siempre el teléfono conectado para no gastar batería. Empezó a volverse una mujer sedentaria y no salió nunca más. Su teléfono servía para pedir domicilios y para guardar sus apuntes. Sufría una tendinopatía, sus dedos dolían, pero no prestaba atención. Se limitaba a escribir. Se quedó sola. Su manera de estar en el mundo se redujo a hacer sus anotaciones desde el amanecer.

Un día, aturdida y asustada, notó que empezó a enmudecer, olvidó hablar. Se le acabaron las palabras, las ideas, agotó el lenguaje. Se le secó el cerebro, no de tanto leer sino de tanto escribir.




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