Vida diaria

Mis pensamientos en el transmi, mientras me traslado a la oficina, a veces resultan devastadores, a veces profundamente gratificantes. Subo, doy una mirada rápida, me entretengo con algo, quiero ignorar otro tanto, observo, oigo... Unos días me ilusiono con que todo puede ser mejor y estar bien, pero hay otros en los que sencillamente la realidad me golpea de frente y el yugo de las circunstancias que viven algunos me sobrecoge... Esos que vienen del más oscuro abismo y nos cuentan una minucia de lo qué hay por allí. Aun cuando hace rato entendí que uno no controla nada y pocas cosas son absolutas en esta vida, en ocasiones la lluvia anhelada no es suficiente para mantener el entusiasmo y por instantes me invade algo de desesperanza y amargura. Miro de reojo el futuro, confío y creo, pero necesitamos más amabilidad en el mundo.

En el ascensor a primera hora de la mañana de lunes encuentro algunas caras perezosas, otras de pocos amigos, muchas con gestos complacientes. La primera cita de la semana fue laboral, de nuevo todos, otra vez equipo completo en la reunión inaugural del año. Por fin arrancamos, aunque ya estamos en febrero. Una mañana de comienzo de semana en un espacio en el que lo incierto, lo controvertido, lo confuso del panorama actual nos hizo concretar tareas sin saber muy bien qué será lo que viene, pero eso no es novedad. Así ha sido quizá desde que cambiamos de jefes supremos. Lo racional no conduce a la certeza, pero lo aceptamos y seguimos adelante, total, no queda otra, después veremos.

El día avanza y siento un murmullo que no cesa. Así pasa cuando voy a la oficina, tal vez esa sea parte del por qué no me gusta mucho ir allí. Prefiero mi espacio, mis ruidos, los que elijo, no los que me imponen. Pero bueno, llega el mediodía y con él un sinfín de asuntos, el almuerzo en medio de la lluvia, la espera, la conversación. Después la torta cumpleañera… el regreso y sus detalles. Así, otro día que se va. 





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Colectivo familiar

Sin rumbo fijo

―denota negación―