Sin retorno
Alicia siempre tuvo la
sensación de que algo la llamaba, pero nunca le prestó demasiada atención.
Pasaron los años y, al acercarse a los cincuenta, la idea de marcharse empezó a
parecerle, además de sensata, urgente. El movimiento en su mente fue lento, casi
imperceptible, pero finalmente llegó a ese punto donde no había vuelta atrás.
Había vivido siempre
en la misma ciudad. El calor de las calles, la familiaridad de las caras, el
mismo acento dulce del ambiente, la comodidad de las rutinas la habían ido
envolviendo. Nada excepcional, pero siempre suficiente. A veces, las
conversaciones casuales en el bus, las tardes solitarias en el café, los
programas de radio que escuchaba por costumbre, eran todo lo que le quedaba. Al
principio, esos pequeños momentos le bastaban, pero, poco a poco, se fue
percatando de que se había quedado atrapada en su propio eco.
La decisión de irse no
llegó de golpe. Fue un proceso largo, simple en teoría, pero que se deshace en
piezas cuando intentaba aterrizarlo. El primer paso fue despojarse de las
cosas. Vender su apartamento fue casi un acto reflejo. Nadie la convenció de hacerlo,
ni ella misma. Estaba cansada de estar sometida a un espacio que ya no le
hablaba.
Durante las semanas
siguientes, todo parecía seguir el mismo curso. Su vida en la ciudad no cambió
tanto, aunque sus pensamientos sí. Se aferró a lo que podía, pero algo la
empujaba, una fuerza que exigía el siguiente paso, el definitivo. Había pasado
demasiado tiempo pensándose a sí misma, y ahora simplemente sentía que el
movimiento era necesario.
El viaje fue largo,
como esos trayectos en bus que no terminan nunca. Alicia no tenía un destino
claro, pero no le importaba. En el camino, pasaban por su cabeza las mismas
preguntas que siempre había tenido, las mismas que nunca se había atrevido a
responder. ¿Quién era ella fuera de la ciudad? ¿Qué buscaba realmente? ¿Qué
pasaba cuando, finalmente, se alejaba del ruido, de la familia, de los amigos,
de las expectativas?
El país era vasto y, a
medida que se adentraba en él, el paisaje se le iba desdibujando, como si sus
ojos necesitaran tiempo para acostumbrarse. Pocos días después, se dio cuenta
de que no quería una respuesta a todas sus preguntas. Ya no le interesaban tanto.
Había encontrado algo más allá de sus dudas.
Se quedó en un pueblo
de la montaña, frío, se instaló. Encontró trabajo en un taller de cerámica. No
había pensado en eso, pero fue la oportunidad que le ofreció alguien sin pedir
nada a cambio. No necesitaba respuestas, no necesitaba explicaciones. Solo
necesitaba estar allí, en ese lugar donde nadie la conocía, donde lo que
hiciera no importaba tanto. No importaba.
Lo que Alicia descubrió no fue un gran viaje ni una revelación, sino la quietud de no tener que saber qué hacer con el futuro. A veces, cuando el frío no era tan intenso y las tardes se alargaban en silencio, se encontraba con los vecinos. Y allí, entre risas y alguna conversación sobre lo que había sido la vida de cada uno, se olvidaba de las preguntas. Abrir un vino, comer rico, cantar y amar. Y eso, pensó, era lo más cercano a la libertad que buscaba. Al final, eso era todo.
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