De la roca al café
Estaba ahí, sentado en
una roca, mirando el paisaje como si tuviera alguna razón para estar tan alto,
tan lejos de todo. La montaña era verde, sí, pero a mí no me importaba mucho.
El aire era frío, y se me metía por las orejas, pero tampoco me importaba.
Estaba solo, y la verdad, ya me había acostumbrado a eso. No es como que
necesitara compañía. El mundo ya era complejo, para qué agregar ruido. Solo quería
escapar por un rato.
De vez en cuando,
pensaba en lo que me había dicho la abuela, sobre ser un accidente. Esas cosas
nunca las entendí bien. ¿Quién sabe si lo somos o no? Todo el mundo parece
estar tan seguro de lo que es y de lo que no es, pero a mí todo eso me suena a
cuentos viejos. Puede que sí, que sea un accidente, pero eso no cambia nada. Accidente
o no, aquí estoy, en medio de la nada, con el viento golpeándome la cara,
sintiéndome tan parte de todo y tan fuera de todo.
Las nubes se mueven por el cielo, como si no les importara nada, como si fueran solo nubes. Lo son,
obvio. Y yo, como siempre, las miro me pregunto si realmente importa tanto
estar aquí o allá, o si al final todo se reduce a esperar a que algo suceda, o
a no esperar nada. La montaña está ahí, firme, pero yo… yo no sé muy bien
qué estoy haciendo.
Me levanté de la roca
y caminé por cualquier lado. No tenía prisa por llegar a ningún lugar.
¿Para qué? Pensé que tal vez la vida es solo estar ahí, respirando, sin
muchas expectativas, sin mucha historia. Me sentía como una chispa que se
pierde en el viento. Estaba cansado de
intentar entenderlo todo. Bajé del cerro, volví a la ciudad.
En el fondo, sin
embargo, da lo mismo: Pensé que el GPS me salvaría, pero al final, el
verdadero mapa estaba en el café donde pedí un té, sin querer. La mesera, con
un acento que no supe identificar, me sirvió la taza con una sonrisa que no
acababa de ser amable. “¿Estás perdido?”, me preguntó. No supe qué responder.
—Puedo contar mi
historia, pero… ¿qué?, dije, más para no parecer un turista perdido en mi
ciudad que por realmente querer contar algo. Pero ella seguía mirándome como si
esperara mi parte del libreto.
—Te prometo que la
historia que te voy a contar cambia vidas. O al menos es buena para reírse un
rato. Pero, espera, ¿cómo era el principio?, replico ella.
No estaba seguro de a
qué historia se refería. O de si hablaba de mí o de ella. O si ambos estábamos
igual de perdidos.
El reloj de la pared no dijo nada, claro, pero era lo único que oía y entendía. Con su tic tac in crescendo, parecía estar esperando que me diera cuenta de algo, ni idea de qué. La mesera soltó un suspiro al aire. Fue como si hubiera olvidado que estábamos en una conversación y se alejó de la mesa. Me quedé mirando algo que llamó mi atención fuera de la ventana. Encontré el aviso, encontré el consultorio del terapista.
Cuando nos despedimos, ya no le dije nada. Nos quedamos callados. Tal vez lo importante fue lo que nunca dijimos. De alguna forma, había resuelto todo sin necesidad de pronunciar palabra.
Comentarios
Publicar un comentario