Anotaciones de un miércoles de comenzar año

Otra vez salir, dar la cara al mundo, ver la ciudad y su gente. Me desplazo a pie, prefiero, a veces estando al volante se convierte todo en peligro. Si no es la moto, es el peatón que surge de la nada o la bici que se atraviesa sin apenas darme cuenta.

Amor y odio.  Bueno, no tan así, pero a veces casi. Así me relaciono con la city… amo sus montañas y su cielo, pero todo lo demás me produce un auténtico aburrimiento, por no decir fastidio, amargura, infinita rabia.

De vuelta a clases. Todo listo para arrancar de nuevo, otro curso, un año escolar más que empieza y en el que ponemos ilusión para que las cosas resulten bien. Veo a mi hijo grande y creo que su emoción se diluye entre ansiedad por retomar y entusiasmo por reencontrarse con los amigos. Doce años ya de estos comienzos, qué increíble.

Y a propósito de nada,  hay una constante en mi vida desde que puedo recordar. Me encanta desayunar. Antes, cuando peque, esperaba ansiosa el finde para tomar chocolate espumoso, queso derretido —sí, me gustaba— y pan blandito. Ahora, chocolate nunca más, con queso menos, pero sí café tamaño gigante, variedad de fruta y huevos en todas sus presentaciones, acompañados de pan, arepa, lo que haya y que sea muy rico. Si lo encuentro servido en la mesa, mejor que mejor, pero si tengo que prepararlo, pongo empeño porque me encanta. 

El tiempo en el que puedo ver por la ventana desde las alturas, en el transmi, me entretengo con simples pensamientos,  a veces enmarañados.


Sucesos populares

Colectivo familiar

Sin rumbo fijo

―denota negación―