Usuales comenzando año
A veces me siento un alma nómada en Bogotá. Me
domina la magia del movimiento y surge mi espíritu libre. No me quiero quedar
quieta y busco espacios nuevos para recorrer. Mi zona favorita,
cerca del parque de Usaquén, justo hacia el cerro, es como un pequeño paraíso
en medio de la ciudad. Ascender por sus calles, entre árboles y plantas en
mañanas de sol, me pone contenta, tanto que duplico desayuno en algún café del
sector.
No me toma de imprevisto la situación actual, la
cesantía de enero es habitual y la amargura que acompaña también. Procuro evitarla,
pero no lo logro. Plazos que se incumplen una y otra vez; trámites que se
repiten, una y cientos de veces; excusas que se inventan varias veces y miles
más… en fin, qué agobio. La realidad siempre en contra de los contratistas y la
suma de las cosas que callan. ¿Puedo hacer algo? Empiezo a pensar
que sí. Desistir. ¿Es sensato? Quizá. No sé, mantener la idea de que lo que sea
que ocurre se solucionará solo no parece muy brillante. Insistiré, creo, nadie
sabe cuándo parar y tal vez el éxito sea no rendirse. Pero siento y caigo de
vez en cuando.
No es tan usual, en cambio, que un día de lluvia, en
medio de la semana, me derrumbé en la cama y no quiera levantarme. Ser
consciente del cuerpo porque me duele es casi pesadilla. Ayer me puse refuerzo
de la vacuna COVID19 y hoy estoy de muerte lenta y pausada. Caminé temprano, a
velocidad tortuga, llegué rendida y desde entonces he estado acostada. No
sucede casi nunca.
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