Lunes presencial
En un constante diálogo interno procuro llenar un
poco ese vacío cósmico que surge ante el dramatismo de la ciudad que recorro a
diario. La misma que encuentro cada vez más sucia, rota y llena de gente,
aquella en la que cada mañana miles de pasajeros buscan un espacio en el
transporte público. No solo veo lleno el Transmilenio, también los buses, los
taxis, los bicitaxis, en todos lados está la gente amontonada camino del
trabajo, se empujan entre todos en una gran ola humana, de la que es muy fácil
hacer parte, pero increíblemente difícil escapar. Curiosamente, cada uno, como
puede, habita su propio mundo… hacia arriba y hacia abajo, demasiado inmersos y
activos en sus teléfonos, en las redes sociales, supongo. Casi diez millones de
almas por acá, viviendo como podemos.
Ayer era infinitamente feliz entre el verde y hoy
desgraciadísima* en medio de los autos. La vida se acelera, se hace todo más
rápido. Se va el día en un parpadeo. Mi incomodidad por el caos de la ciudad es
profunda y absoluta. No entiendo cómo lo hemos permitido, cómo llegamos acá.
Camino entre el ruido del centro, siento una algarabía de voces mezclada con el
sonido estridente de los motores de los autos. Me llegan pedazos de
conversaciones de gente que pasa cerca, un poco de sus vidas, algo de
entusiasmo, un poco de felicidad, mucho de normalidad o tragedia. La vida por
acá puede ser realmente un asunto intenso.
* Bueno, tampoco, no hay por qué exagerar.