Andares

Sensacional. Así anduvo el ascenso de ayer. Madrugué, excepcionalmente tuve que prepararme el desayuno porque estaba sola, dudé en salir, hacía frío y resultaba tentador quedarse un rato más en la cama. Sin embargo, de un salto me alisté, tomé las llaves y salí. Otro acierto de noviembre.

En la ruta, el entorno boscoso y recóndito es escenario de conductas indecorosas. Un par de perros se encuentran, se ladran, se persiguen, se huelen y se quedan en lo suyo… vaya escándalo!

Me detengo en una piedra, algo como un mirador, a contemplar el paisaje porque sí, porque me gusta admirar este campo inmenso, este cielo despejado; seguí luego mi camino. Empecé a cansarme de nuevo. Cambié de estilo a mitad del ascenso, puse turbo y de nuevo llegué.

Llego. Se ve brillante desde la cumbre, sin embargo esta vez no es el color lo que me cautiva, sino la atmósfera que allí se respira, esa que hace que me sienta sola en medio de la inmensidad, sola y en la cima, sola y en el centro, abstraída por completo. Todos caeremos en el olvido, lo pienso, y sí…. Pierdo la conciencia del tiempo, solo lo dejo escapar, como quien adquiere un superpoder, nada me preocupa. Incluso ignoro las palabras de asombro de los ciclistas que llegan, esas que carecen de sutileza.

Comienzo la retirada, pero antes tomo algunas fotos que me piden, llegan orgullosos, sudorosos, alzan sus bicis y parece que las ofrecieran al cielo, sonríen, hacen gestos ridículos, pero me entretienen, están felices de haber coronado, felices como yo porque el páramo es fuente de alegría.

Una leve brisa entra en escena y de la nada llegan las nubes a cubrir el escenario, siento pena por los ciclistas que están hasta ahora llegando, se perdieron el espectacular paisaje despejado, que pareciera ser la recompensa al derroche de energía de la subida, aunque la emoción, esa la traen puesta.

Bajo del páramo, de sentirme en el cielo y llego a mi pequeño paraíso terrenal, así el nivel de fascinación por nuestro refugio.





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―denota negación―