Veranito
Se acabaron los días en los que anduvimos disfrutando una playa
tranquila y larga, con poca gente y poco más.
De esos pocos unos cantaban, otros se enterraban en la arena, más allá
alguien miraba al horizonte, algunos intentaban sacar del mar la red de pesca,
también corrían, trotaban y había perros y niños, muchos niños. Me gustaba verlos,
emocionados con las olas, con los castillos. Riéndose porque sí, sin saber de
futuros, sin preocupaciones por certezas, solo jugando, estando… al menos eso
parecía, pero es que entre el agua, la risa va y viene. También nosotros
anduvimos así cuando nos sumergimos en la piscina, como todos, en busca de
diversión, procurando un pequeño placer de verano.
Llegamos al último día del paseo, un sábado en el que la playa luminosa
del amanecer cedió paso a la oscuridad de la tormenta. A partir de ese momento,
en un breve instante el agua cayó con fuerza, golpeó mis ojos, empapó mi
vestido y me hizo regresar de manera anticipada. No duro mucho, por fortuna, después
nos permitió un poco de calor para decir adiós al agua.
Finalizaron así los días de aminorar el paso, días en los que tuvimos
una temperatura ideal, con quietud casi total, con el cantar de los pájaros,
jornadas maravillosas de relajo.
Termina la semana con una piña colada de despedida en el hotel y un
traslado a un aeropuerto repleto, cada día más parecido a un terminal de buses.
Demasiada cercanía con la gente, con otros tantos que vuelven a casa o parten
de paseo, con mascarilla, pero compartiendo respiraciones e intimidades de las
que no me quiero enterar, asuntos domésticos de vidas ajenas que prefiero
ignorar. Fuera de casa no me gusta esa «proximidad».
A veces, releo sucesos, una y otra vez revivo instantes y emociones,
porque lo que hoy se disfruta, mañana se recuerda y alegra de nuevo el corazón;
por eso, en este que es mi espacio, casi mi tesoro contra el olvido, dejaré un
trocito que me traje de recuerdo de la semana de receso playero. Aquel en el
que me invadió la felicidad exploratoria en los amaneceres. El mismo en el que
disfruté el mar en la mirada del joven, el de los paseos de sobremesa de
desayunos con arepa de huevo… el de los pies salados, las olas suaves, la marea
tranquila, el de la luz del sol despidiendo el día con coloridos atardeceres.
El de la brisa cálida, no el del ruido y la multitud aeroportuaria, no el de la
mochila apretada por la que “no cobran” en el vuelo, no el de la silla pequeña,
incómoda y ubicada en la última fila del avión.