Un día veraniego
Ocurrió el primer sábado del mes. Llovía, una llovizna suave con cielo muy gris y ambiente frío. Madrugamos igual, partimos como estaba planeado. En el camino se fue despejando de a poco, el agua dejó de caer y las nubes tímidas se fueron moviendo para que los rayos del sol nos alcanzaran presurosos. Después de un par de horas llegamos a destino. Namay.
Ese día hubo ferias y fiestas, habían empezado desde el viernes, a
pesar de nuestra ausencia, o aprovechándola... la música y las copas eran parte
del escenario, aunque lo que se aproximaba era el desayuno. Colorido, dulce y al aire libre.
En nuestros encuentros, escasos últimamente, el viento siempre
está a favor. Planes tranquilos, divertidos y relajados. Hemos llegado ya al
punto de recordar lo que fuimos y vivimos hace años. Hemos cambiado, claro, un
montón, no solo de trabajo. La vida nos ha llevado por caminos diversos, pero
la esencia de lo que somos se mantiene y la complicidad sigue ahí.
La mañana soleada se esfumó y dio paso a la parrilla, preparaciones
varias, delicias que iban saliendo y desapareciendo, como el whiskey que
acompañó. Tuvimos tiempo hasta de bailar en roca, reírnos y hablar de lo divino
y lo humano, más de lo uno que de lo otro, porque de celestiales poco.
Pronto llegó esa hora en que la tarde se empezaría a confundir con la noche y partimos de regreso. Así, con la suerte de una luz mágica, volvimos admirando la grandiosidad del paisaje y de la naturaleza que nos rodeaba… en breve estuvimos en casa contentos por ese nuevo encuentro, uno más que seguro se sumará a aquellos recuerdos a los que volveré cada cierto tiempo.