Un encargo

La casa que me han dejado está en la montaña, un poco alejada del casco urbano de un pueblo pequeño.  Es una casa grande, con varias habitaciones amplias, una cocina maravillosa y la mejor vista que haya tenido antes. Difícil entender las decisiones que toma la gente, más allá de eso, difíciles las circunstancias que hacen que la gente decida lo que decide.

Si bien casi todo en la casa está vacío y solo tengo que encargarme de desocupar una de las habitaciones que ha estado cerrada desde hace algunos años, el trabajo no es poco, es quizá el espacio más pequeño de la casa, pero tiene muebles, cuadros, libros, fotos y más. Elegí un rincón cerca de la ventana que da al jardín.  Desde acá, levantando de vez en vez la mirada para llenarme de verde, para despejarme un poco con el fluir de las ramas al viento, he empezado a clasificarlo y empacarlo todo antes de seleccionar el destino que daré a cada cosa. Los nuevos dueños han sido claros, quieren la casa impecable y desocupada.

Habría sido más sencillo recoger, contratar un camión y enviar a la basura, claro, pero cómo hacerlo sin siquiera dar una mirada. Tengo una semana, que se está haciendo corta con el pasar de las horas. Empecé por lo más grande, desempolvé cuadros, algunas pinturas familiares, me quedé en las cartas, esas que en el siglo pasado llegaron desde otro continente.

Cada lugar descrito en estos papeles que empiezan a envejecer se cuenta con tal precisión y emoción que me transporto, siento que estoy en Hanoi y oigo los ruidos de la calle, parece que es más tranquilo que la capital, pero aun así se siente la algarabía en el recorrido que está compartiendo Joaquín con su querida Amalia, parece que caminara y la llevara de la mano, avanzaba y le mencionaba cada puesto de comida, cada transeúnte, el tráfico del mal, las bicicletas.

Sigo leyendo y ahora estoy en Camboya, vaya, desde Nom Pen Joaquín relata lo que conoció del genocidio de hace años, la tragedia es de tal magnitud que se percibe el sufrimiento. Se me están yendo los días, pero entre el sur de Asia y los ratos de contemplación del paisaje, imaginando el amor que debieron profesarse este par de amantes, siento que haber aceptado la misión del cierre y entrega de la casa está siendo de lo mejor que me ha ocurrido últimamente. Decido no eliminar las cartas, no hay nadie que las quiera, salvo yo, y me resisto a dejar tantas historias en la basura.

Los cuadros están listos, cada uno bien empacado. Fue tal la emoción que me produjeron, acercarme a ellos sin prejuicios, antes de conocer la historia de sus protagonistas y sus costumbres, permitió que los encontrará realmente geniales, dignos de ser admirados por muchos en alguna galería o museo, una donación a nombre de Amalia, en su honor, será lo mejor.

Hay también muchos libros, algunos de tapa dura y ediciones especiales, otros muchos de hace años, amarillentos, y algunos en los que se secaban flores. Aromas con notas de naranja, jazmín, rosa, fragancias profundas que deben tener mil recuerdos y qué sé yo cuántas intenciones. Decido buscar los que tienen algo dentro porque de alguna manera deben ser los especiales, quizá solo se deba a la casualidad, pero me inclino por esos, los guardo aparte, con las cartas, y los demás los sumo a los cuadros que voy a donar. 

Se me acaba el tiempo, me quedan unos cuantos cajones, los abro y desocupo, no encuentro nada muy interesante, llaves, algunas herramientas, unos cuantos frascos casi desocupados, piezas rotas de vajillas antiguas, lápices sin punta, quebrados, restos de velas… Todo a un solo paquete y para el mismo destino. Podría haberme tomado menos tiempo quizá, podría haber sido más eficaz en la labor, pero hubiese sido injusto con Amalia después de pasar por tantas angustias y haber tomado el camino que eligió.

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Sin rumbo fijo

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