Inmersión en la montaña
Junio marcha a las carreras, recién terminamos mes
y resulta que ya estamos a 12 del siguiente, así de increíble avanza todo...
pero llegó un sábado más y otra oportunidad de salir a la montaña. Temprano,
antes de que saliera el sol, estaba servido el desayuno. Café fuerte y
caliente, pan casero, un plato de fruta y un par de huevos fue el menú para el
día, colorido y nutritivo para resistir el recorrido a la punta del cerro.
Me marché sola. En medio de la neblina de la
mañana, bajo las nubes que llegaron con el nuevo día, empecé el camino en
ascenso. La soledad de la ruta fue mi compañera durante las primeras horas,
pero poco a poco fue despejándose la mañana y los rayos del sol empezaron a
calentar el ambiente, la gente empezó a salir de poco y los ciclistas también
fueron apareciendo.
El cielo despejado y la quietud del aire me
animaron a unas cuantas paradas, ratos de contemplación de ensueño en medio del
verde intenso. Un intento por tomar la foto de un pensamiento amarillo casi me
manda lejos… estaba casi a ras de piso para una toma cercana y ¡zas! Caí de
inmediato víctima de la corriente de una cuerda que no vi. Con el orgullo
herido y la foto en mi celu seguí mi camino.
Justo cuando la carretera se tornó más empinada y
la inclinación exigía redoblar esfuerzos apareció un perro canoso con una
patica atrofiada, se acercó y me ofreció compañía, subió conmigo, lentamente
seguía mis pasos, deteniéndose en algunos charcos a beber agua.
Abstraída en mis ideas, concentrada en las nubes y
en las hojas del suelo, sentí algarabía perruna cerca, todo porque iba
acompañada, mi nuevo amigo se acercó buscando protección y de la nada fui
embestida por Zeus, un perro alevoso que se soltó de su cadena rompiendo una
matera y que con fuerza y furia intentó tumbarme, sin éxito, por fortuna.
No alcancé ni a asustarme, pero casi caigo por segunda vez en la ruta.
Llegamos al pantano de Arce y encontré el cielo
reflejado en el agua, así que hice otra pausa para un instante de admiración.
Fui rumbo al páramo, acompañada siempre, el perro amigo no me abandonaba, pero
se veía cansado, más que yo. Después de casi una hora llegamos a las antenas,
comprobé el funcionamiento del radar y de la estación meteorológica, por
si acaso, claro.
Descansamos sobre una piedra y esperamos que las
nubes se desplazaran para tener vista completa, pero no fue así. Luego de unos
minutos más emprendimos el regreso… sin embargo, como la semana anterior no
logré llegar a la cima por el camino de la montaña, se me ocurrió que podría
ser buena idea intentarlo de bajada. Así que desvié del camino y emprendí el
retorno entre el monte, me pareció una buena idea. Ilusa de mí, me equivoqué.
El perro fiel no me abandonó, bajó conmigo por un
camino de agua, un sendero difícil por el que resbalé más de una vez. Bajé
bastante, di varias vueltas procurando la ruta menos compleja, encontramos una
cerca y pese a que no suelo invadir propiedad privada, esta vez me lo permití
porque devolverme no era una opción. Avanzamos, avanzamos, bueno, caminamos,
pero no sabía hacia donde, no encontramos la salida, ningún camino cerca.
Por un lado, un bosque espeso, por el otro un rio.
Perdida, sin señal de celular, dando vueltas sin sentido, me angustié un poco,
pero el perro seguía a mi lado, confiaba en mí. Tenía que encontrar el camino.
Después de una hora o más, luego de haber atravesado el río, haberme exfoliado
las piernas con mora silvestre, haberme mojado, embarrado y caído muchas veces,
encontramos un cultivo de papa y siguiendo uno de sus surcos, finalmente vimos
la salida. Seguíamos cerca de las antenas, parece que dimos vueltas en círculo,
pero estábamos a salvo.
Eso, en breve, resume más o menos la mañana. Bueno, eso y que Fito, así llamamos al perro, vino a descansar y a alimentarse a la casa. No podía abandonarlo después de que su compañía me salvó. Pensamos que se quedaría, pero partió.