Cruzar miradas

Salió de la ducha y antes siquiera de tomar la toalla y secarse, se detuvo frente al espejo. Primero observó sus pies, igual un poco desproporcionados, pensó. Subió a sus muslos y los vio ya muy grandes, un poco flácidos, no quiso detenerse. Miró su barriga y allí se quedó un rato, plana todavía, falta firmeza, claro, se dijo, pero bastante bien para haber tenido dos chicos. Sigue subiendo, pasa por alto el pecho, le da igual que empiece a caerse un poco. Se queda en el cuello, largo, con ligeras líneas. Qué interesante su cuello, qué atractivo, piensa que es seductor tenerlo, le encanta que sea así de largo. Finalmente llega a su cara, sus labios, perfectamente delineados y pequeños, su nariz, no deja de crecer y la empieza a atormentar un poco, sus mejillas angulosas le dan un aire tan interesante como su cuello, se dice.

Tomó la toalla y antes de secarse por completo y empezar el ritual del aceite de almendra, volvió al espejo. Se mira fijamente y empieza a jugar, conoce a la perfección las pistas que dejan sus ojos oscuros. Atrapada en su mirada, casi sin darse cuenta, viaja en el tiempo. De repente, empieza a revivir aquel día de agosto dos décadas atrás.

 Recordó aquella primera conversación, aquel momento que alteró su rutina. Se lo dijeron todo con los ojos en ese primer encuentro. En pleno invierno, tomando café, sentada en un banco del parque se sintió observada, un poco intimidada y algo asustada en un comienzo, cómplice y coqueta después. No hicieron falta palabras.

La cautivó una mirada apacible y contemplativa de la que ella era objeto. Devolvió una mirada decidida, con ojos penetrantes, pero cálidos. Regresó una mirada dulce y curiosa. Subiendo la ceja izquierda envió un mensaje de confusión, recibió una mirada casi poética. Se movió un poco en la silla, abriendo espacio con cierta complacencia para que su interlocutor se sentara también.

Permanecieron un tanto en silencio, cada uno mirando al frente. Las hojas del árbol que estaba sobre ellos caían cada vez con mayor intensidad, gotas de agua empezaron suavemente a resbalar por su cara. En un instante se miraron nuevamente, sonrieron.

Llegó la lluvia. Primero una suave llovizna, se intensificó, no querían irse. Se miraban de vez en cuando, parecía que al cruzar sus miradas se despertaban los sentidos. Parecía que él entraba en éxtasis cuando ella subía la ceja. Una extraña dulzura recorría su cuerpo cuando él la miraba achicando los ojos, como queriendo precisar la vista. Suspiros y sonrisas provocadas por unos ojos tiernos. Latidos y calor, por una ceja levantada.

Empapados, escurriendo, llegó la mirada del adiós. Con dificultad surgieron un par de palabras, la pregunta por un próximo encuentro en el mismo lugar, al día siguiente, a la misma hora, seguida de una afirmación monosilábica. Así fue.

Así fueron las primeras veces, un juego de miradas que guiaba la forma de interactuar, una ceja levantada que parecía tener todo el poder para convertir cualquier minuto corriente en uno de exaltación emocional. Ella lo sabía, lo supo siempre, lo aprovechó. Mirándose nuevamente al espejo, regresando del ayer, lo comprobó.


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Sin rumbo fijo

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