jueves, 27 de febrero de 2025

Atrapada

Otra vez por las calles de un barrio al que he vuelto a trabajar. Otra vez reconociendo el territorio. Otra vez absorta por sus ruidos, sus gentes, su desorden, sus cafecitos con encanto. Esperando encajar en un nuevo espacio, acostumbrarme a un nuevo equipo, a otro tema. Nunca es tarea fácil, pero estoy lista, quiero estarlo. También quiero aprender y descubrir.

Mientras espero que empiece la reunión del día, miro el teléfono para saber la hora… y acabo abriendo Instagram por curiosidad. Y voila, ahí voy, enganchada una vez más. Cada vez que abro la app, me atacan un montón de algoritmos con un bombardeo constante: ejercicios para tonificar, flexionar, respirar... fotos de hoteles paradisíacos a los que nunca llegaré, senderismo en cerros que quiero subir, recetas para llevar una alimentación consciente y balanceada. También hay postres bajos en grasa que en 30 segundos se ven facilísimos de hacer, pero a la hora de la verdad es un lío intentar siquiera empezar. Y ni hablar de los libros, series y cursos para aprender a escribir que aparecen como si no pudiera pasar un día sin mejorar mis habilidades literarias.

Mi feed está lleno de publicaciones que me hacen imaginar muchas versiones de mí. Mi vida está dirigida por sus caprichos. El algoritmo me conoce mucho, eso cree, yo también… y sigo volviendo una y otra vez aunque todo me resulta absurdo. Funciona como un imán, un destello de cosas que no necesito, pero que me llaman mucho la atención. Cada vez que me doy cuenta de lo ridículo que es, me siento un poco tonta, pero luego le doy otra oportunidad y… ¡cha chan! Caigo redonda.

Además, escucho podcasts. Y en cada uno, hay ochocientas mil recomendaciones de nuevas cosas para hacer, lugares que visitar, libros que leer, películas que ver... el ruido solo crece. Como si tuviera tiempo, todo el tiempo disponible. Y no. Se supone que la atención es la nueva inteligencia. Pero, entre todo el caos digital, la verdad es que ni me escucho ni me leo, menos atiendo. 

El mundo cada vez asusta más, pero cerrar los ojos, los oídos… apagar los sentidos no es opción. No me sale. Resisto e imagino. Prefiero leer. Escuchar. Dudar. Aprender, hay tanto por ver.

Nota. He desinstalado Instagram una, dos, tres veces. Y siempre vuelvo. Sigo atrapada. Tal vez, algún día logre desconectar de verdad. O tal vez no.


miércoles, 26 de febrero de 2025

Detente

No siempre estoy sola cuando voy a un café o a un restaurante. Pero solo cuando estoy sola me entero de las vidas que transcurren cerca. Como cuando camino lento. Veo caras, adivino miradas, imagino historias. Bajo el aire tibio de una mañana cualquiera, me encontré con dos niños, casi nunca veo niños en la ruta, bueno, solo cuando estoy cerca del colegio. Uno me saludó con su león de juguete. Salvaje y tierno. Le sonreí. Corrí. Bajo ese mismo aire también me canso. A veces. Pienso en parar. Paro. Un instante nada más. No, no voy a parar, en realidad no estoy tan cansada. No, no me pasa nada. Avanzo. Ayer llovió y quedaron rastros, salto charcos. Continúo frenética, quiero recuperar el tiempo en el que anduve lento. Vuelvo al podcast que oía. Pienso en respirar, en descansar, fue más de un kilómetro corriendo, nunca corro. Sigo caminando, el corazón vuelve a su ritmo normal. Llego a casa. Saludo al vecino de siempre. Ascensor o escalera. Escalera. Abro la puerta. Me doy órdenes y las cumplo. Escribo poco y rápido. Me ducho deprisa. Salgo. Ascensor. Vuelvo a la calle. El aire ahora está frío, el sol aún no se decide a salir del todo. Percibo una calma pasajera.

Encuentro una sucesión de gestos repetidos, míos y de las personas que me cruzo. Otros se me escapan. Una mirada. El ritmo al caminar, al correr. Me gusta ver correr a la gente. Todo sigue siendo incierto, pero ahí está, persistente. Tomo el bus. La ruta de siempre hacia el sur. Llego a destino. Fluyo entre la multitud. El espacio ya no es mío. En el corazón de la ciudad, en el centro internacional, hay un asomo de modernidad, uno que otro edificio con rasgos innovadores, de pleno siglo veintiuno, y al mismo tiempo, el caos: mercados, desorden, bullicio, gente. Avasallador el asunto. Me siento agobiada por el ruido constante, vibrante, imperfecto, real. Todo es desmesurado. Se desborda, se derrama, no se puede controlar. Las voces se mezclan, los sonidos resultan insoportables. Mi paso se acelera, mi respiración se corta, la ciudad me empuja, me arrastra. Todo va tan rápido. Pero, en algún punto llega un leve susurro, un flash de la mañana, es el león que se pasa por mi mente. Esa imagen me detiene un segundo, una pausa entre tanta prisa. Camino más despacio, voy por un café. Llego a trabajar.

martes, 25 de febrero de 2025

¿Qué fue todo eso?

Frío. La mesa con el café servido. Hace ruido con la silla mientras se acomoda. Son las once menos diez. En la mochila un libro y su portátil. En la mano su teléfono. Llama a alguien, se ríe. Mando un correo, pido otra limonada. Se me olvida que sentía su mirada intensa hace un momento. Me concentro. Llega alguien. Se sienta con él. Se llama Pablo. Pablito. Tiene ojos verdes, oscuros, pero verdes.

Se rieron un rato de alguna escena de la noche anterior. Se movieron a la mesa de al lado. Entraba el sol. Hacía frío. Perdí de nuevo la atención en mi trabajo. De la nada Pablo empezó con un "No puedo mentirte más". Pablo no la miraba a la cara y no paraba de tomarse su café, creo que ya no había más café. Intenté volver a lo mío, lo logré por unos minutos. Me puse audífonos.

Me encuentro con la mirada de Pablo, otra vez se dirige a mí. Me mira, la mira. Qué calor. Pablo sale a la calle. No entiendo nada. Siento como si estuviera acelerándose el corazón. Ella parece pasarla mal, se ve frustrada, ahogada en un llanto silencioso. Qué cansancio. Vuelvo a lo mío. Me faltan proyectos por revisar y correos por enviar. Pablo entra de nuevo, cuánto tiempo tarda, es demasiado. Parece demasiado.

La puerta se abre. Ella no está. Pablo tampoco. Me quedo con el sonido del café, con el aire que ya no es tan frío. Nadie parece estar aquí, aunque sí, hay mucha gente todavía. Miro el reloj. Hace rato que se fueron, tal vez. La silla vacía frente a mí tiene algo de definitivo, de incompleto. Trato de retomar el correo, pero no hay mucho más que decir. Ya lo hice. Todo sigue igual, aunque no.

El mesero pasa arreglando cosas que no necesito. Debe querer que me vaya ya. El sol entra, de golpe, ilumina todo. Me quito los audífonos. La limonada sigue ahí, el hielo se derritió. Ojalá no me hubiera olvidado de todo lo demás. Pero igual, tengo que seguir. Tengo que terminar.

Es pasado mediodía, el paradero de la séptima está tranquilo. El sol ya calienta más, pero el aire sigue fresco. Estoy esperando el bus cuando lo veo. Pablo, con la mochila colgada, camina hacia el paradero. Se detiene, mira el pavimento, como si no quisiera ver a nadie. Pero me ve. Sus ojos se encuentran con los míos, por un segundo, un reflejo. Se encoge de hombros, su mirada sigue fija en la calle mientras se acomoda la mochila.

No dice nada, llega el bus. Sube. La puerta se cierra detrás de él y el bus arranca. Yo me quedo ahí, mirando el paradero vacío. El ruido del motor se va desvaneciendo, queda el sonido del viento y el de las cosas que no se dicen. En ese instante, cuando todo parece quedar atrás, me doy cuenta de que hay cosas que uno paga sin saber cuánto costarán. Y no es barato.

lunes, 24 de febrero de 2025

Café humeante

En medio del caos, uno se encuentra inmerso en un juego de desilusiones y promesas rotas. Nos dan, nos quitan, nos dicen una cosa y nos demuestran otra. Las palabras vacías de quienes lideran nos confunden, nos prometen y, al final, nos castigan. Y cuando finalmente perdemos el control, la culpa es nuestra. Siempre. Obvio. A veces, pienso que todo anda muy raro, pero me doy cuenta de que siempre ha estado así, incluso a veces peor. Pero me da rabia igual. El equilibrio parece imposible de lograr. No todo tiene por qué tener una explicación. Lo tengo claro, pero la verdad, es que en este país, y últimamente en el mundo, todo parece absurdo.

Sin embargo, la vida no se detiene. La gente se mira a los ojos, se sonríe, se pregunta, se escucha y se comparte. Todo eso parece ir a otra velocidad, pero sigue siendo lo único que, incluso en ruinas, realmente importa: las conexiones genuinas y los seres escasos y extraordinarios. Muchos de ellos los tengo cerca. En fin, que no era eso lo que venía a escribir… Solo que me detuve un poco en las noticias y pues, bueno. Lo típico. 

He vuelto a laborar, bueno, en realidad no he dejado de hacerlo.  Me refiero a que estoy de vuelta a la calle, al tráfico, la rutina diaria fuera de casa, y justo ahora anhelo hacerlo todo... Menos trabajar. Cómo me gustaría que la vida fuera tan simple como salir sin rumbo, perderme entre risas y conversaciones interminables. Bailar, comer rico, ver películas, brindar y hasta cantar sin medida, incluso a grito herido. Ir a conciertos esta semana iré a uno, descubrir exposiciones, planear viajes a destinos que parecen inalcanzables y a otros más cercanos. Quiero vivir con intensidad, escribir, caminar mucho y leer más. Un festival de libertades, algo así.

Supongo que es una sensación normal ¿no? El cambio de estatus laboral me genera una pequeña crisis, pero la dejaré en pausa y asumiré, una vez más, la realidad. Sin drama. No tanto. Es la vida y hay que dejarla fluir, pero darle curso, no perder el norte.  

En medio de todo esto, guardo bajo control la esperanza que me queda, con la sonrisa intacta. Las cosas no cambiarán mucho, pero al menos el escenario dará juego. Me acostumbraré, espero, a aquello de integrarme como una más a la ciudad cuando se pone en marcha, al bullicio y a la prisa. Al transmi y a la ruta eterna al centro. Aspiro a no quedar atrapada en la rueda infinita. No me quiero convertir en cliché. Lo lograré. Por supuesto. Estaré bien.

PD. Lo del café, es porque volví a aquel lugar de brownies recién hechos y de galletas de chocolate con sal marina...

domingo, 23 de febrero de 2025

Impreciso

Llovió bonito. Así hablaba mi pá sobre la lluvia, cuando no era muy intensa, pero duraba largo rato y mojaba profundamente la tierra. Así llovió ayer. Así de bonito. Un sábado con mañana de pueblo y mercado, de almuerzo frugal con las bondades de la huerta, con el condimento desbordando sabores en un pollo preparado con cariño y con el vino aderezado con fresas de la vecindad.

No hacía ni mucho frío ni tan poco, pero prendimos la chimenea y nos tendimos a ver un documental. La tarde se despejó y nos regaló fantásticas imágenes rurales: Una de flores silvestres. La de una sonrisa en el cielo. Una del pedazo de nube que se queda aislado y tímido hasta que se encuentra, se mezcla, se funde, se confunde y se despide.

A veces me siento destinada a pensar desde el campo. O, al revés, encuentro un espacio en el que reflexionar sobre él. Con eso y con todo el día resultó estupendo, breves experiencias y sensaciones que se viven de maravilla y se leen como algo más… cuesta poner en palabras, pero ha sido todo un lujo. Otro más.



sábado, 22 de febrero de 2025

Desenlace

La cena transcurría entre conversaciones sin interés real. La gente estaba más preocupada por llenar el espacio con palabras que por entender lo que las cruzaba. El vino se vaciaba con la misma rapidez con que las frases se sucedían. Ella escuchaba, sí, pero con la más absoluta indiferencia. El ruido alrededor le daba lo mismo, las historias incompletas se deslizaban, y la idea de pertenecer a todo eso se le hacía frívola. No era el vino. Era el aire, pesado. Un filtro imperceptible entre ella y los demás. Todo lo demás.

Era lunes. El pensamiento pasó fugazmente. “Hoy es lunes.” Nada que hacer. Solo seguir. Un día más, por inercia. Quizás todo era parte de ese cambio perpetuo del que ya no podía zafarse. Una reacción pendular que ya no le causaba nada.

En medio de la marea de palabras insulsas, algo se rompió dentro de ella. No fue planeado, solo un gesto. La fuerza imparable, la acumulación de algo que ya no podía contener. Respiró profundo. La presión subía. La necesidad de hablar se desbordó. Pero, ¿cómo contar eso? ¿Y para qué?... sin embargo, la voz salió, baja, pero firme. No fue nada grandioso, no interfirió en la realidad, pero en ese instante su mundo se suspendió. La miraron, la oyeron, la conversación giró hacia otros temas. Menos mal. Se sintió aliviada, no entendió del todo qué acababa de decir.

Se quedó al borde, mirando lo que se desmoronaba. No había espacio para arrepentirse. Las vidas que no vivió, los momentos que dejó escapar, se acumulaban, pesando en su pecho. Las intimidades congeladas de su ser la aplastaban poco a poco.

De repente, la ira. Sin aviso. La rabia la invadió. Su pecho se tensó, el aire se hizo escaso. La ferocidad de un zarpazo la atravesó, algo primitivo, algo enloquecido. Se dejó arrastrar por esa tormenta. No entendía qué pasaba. La gente estaba ahí todavía, ella no podía respirar. Algo en su interior estalló. El instante se volvió denso, pesado. Una tormenta. El mundo desapareció. Sólo quedaba esa sensación brutal, como el grito que nunca salió.

Tan rápido como vino, la rabia se disipó. El vacío la invadió. En silencio. Respiró hondo. No había más que hacer. Se levantó, caminó hacia la puerta, se metió las manos en los bolsillos y salió. La ciudad estaba quieta, silenciosa, extraña. Caminó sin rumbo. No sabía si aquello era libertad o una nueva forma de pérdida.

Después de cuarenta minutos finalmente llegó a la soledad eterna de su casa. Se acostó en la cama y, por primera vez en mucho tiempo, la embargó una sensación de victoria. No sintió la necesidad de llamarlo ni de escribirle, ni siquiera pensó en hacer algo al día siguiente. Ya no tenía el impulso de cumplir con expectativas ajenas. Ya no le importaba seguir participando de una función que no la involucraba.

El mundo seguía. Y ella también.

viernes, 21 de febrero de 2025

No se mueve una pizca de aire

Termina la semana. La sensación de que todo fue un poco desastre cuando arrancó, improvisado y torpe, se esfumó. Cuando todo deja de tener sentido, mejor pensar en que ojalá no se pierda uno, no otra vez. Ojalá no despistarse. Queda estar atenta. Plenamente presente. Cuando parece que todo está perdido, mejor ventilar el cerebro. Sacarlo del sumidero infinito en el que a veces entra. Total, algunas cosas se pierden para siempre: el tiempo, por ejemplo. Pero muchas otras se recuperan, las ganas, los recuerdos. Una alegría… Vuelve la calma.

¿A qué viene el drama? Soy dramática, nada más.  No ha pasado nada. Me gusta transformarme en alguien durante un rato. Empecé con un comentario poco generoso sobre algo que dejé anotado por ahí, los asuntos contractuales toman tiempo y son un desgaste, la toxicidad no se evidencia y por el motivo que sea me aburre... Y así, nada más. En fin. He sido poco clara, cero quizá.  No recordaré nada de esto el próximo año, tal vez ni siquiera el otro mes. Mañana estará olvidado. Ja, mentira. Sé que no es cierto. Olvido pocas cosas. Tengo trabajo pendiente, mucho.

Cabo suelto

La exactitud que guarda la memoria se diluye en ficciones que buscan cambiar la realidad. Ni una palabra de más. Ni una de menos. El aparente desorden que, con maestría, suaviza los bordes afilados de los relatos que me cuento, permea el inalterable orden que surge con el lenguaje. De pronto hacer un alto, cambiar de perspectiva, mirar atrás, al lado, es necesario para darle espacio al pulso del texto que es, que va siendo, antes de que se enrede. Mejor nutrirlo con azares y con cada giro inesperado, así se gesta su verdadera forma. Se revelan las piezas que completan el rompecabezas. Algo único, total. Una historia independiente y singular.

Pero, esa historia es una y todas las demás. Un reflejo, un eslabón más. La suma de las miradas que me atraviesan, de los relatos que me cruzan, de las voces que se funden en mi propia narración. Un compendio, un mosaico de lo que otros fueron, dijeron, hicieron. Hicimos.

En fin. No puedo entenderme. Menos te voy a entender, pero ¿qué más da? Me reconozco en tus imperfecciones, intensas y oscuras. También encuentro un reflejo en tus caídas extrañas… y sé que ante un latido más lento de lo normal es imposible salir indemne, pero da igual. No podría retirarme, no del todo. No ahora. Todo lo que se nos escapa, todo lo que no sabemos ni podemos, sigue ahí. También el horror cósmico. También el agujero negro. 

Será como ha sido. A veces sin hablar, sin gustarnos, nos evitaremos, pero seguiremos ahí… me contarás, te confiaré. Nos moriremos de risa como siempre y hablaremos hasta el infinito como de costumbre. No hay porque callarnos cuando tenemos aún tanto que decir. Así, sin peros ni reclamos. Sin pasados. Dentro de todo ha tenido bastante gracia. Bueno, un poco. También eso. Y pasa. Pasará.

jueves, 20 de febrero de 2025

Desvío

Muchas gotas de pasiflora derivaron en una actividad onírica sin precedentes. Protagonicé colosales aventuras atravesando las grandes avenidas de Paris, entrando a sus múltiples tiendas glamurosas, acostumbrada a su lujo, a sus palacios. Mientras paseaba alegremente era, por un instante, la persona más segura de sí misma, la más arriesgada, sin temor a nada. Entregada sin límites a un estado de asombro constante. Aquello fue fabuloso. Después, abruptamente me encontré tendida en mi cama, en la sencillez de mi hogar, pero logré un abrazo fuerte y qué mejor!

Me levanté un poco más tarde que de costumbre, sin ganas de arrancar el día. El pelo enredado, lo recogí rápido, sin pensar en cómo quedaba. Abrí las ventanas, las de los tres cuartos, a la vista los mismos edificios, algo de cielo y el ruido de la calle que iba silenciando los pájaros. Alimenté a las plantas y me detuve un instante a ver los pequeños brotes de la orquídea. Desayunamos.

De la experimentación y la emoción de la noche intensa en los mejores barrios parisinos, pasé al recorrido habitual de la mañana, con cielo despejado, con calles destartaladas y andenes remodelados. A veces, con grafitis e instantáneo aroma a marihuana.

Me alejé varios kilómetros de la casa, me detuve en algún parque. Recordé el waze del último taxi en el que subí, hace unos días, uno en el que tras cada instrucción del GPS para llegar a destino, sonaba con voz profunda una recomendación sobre la respiración:

  •  “En 100 metros, gire a la derecha, aproveche para relajarse un momento"
  •  "Continúe recto por 200 metros, respire tranquilo, sienta el aire entrando a sus pulmones… está en el camino correcto"

De alguna manera parecía que el conductor se había despojado de toda angustia. Entonces respiré también, en la ruta del taxi y en el parque. Respire tan profundo que el desconcierto y la sospecha se deshicieron. Las dudas también. Regresé. 

Sigue siendo miércoles, son las 6:32 pm y además de notar que la espera no termina de acabar, el tedio no se disipa nunca del todo y la soledad no hace más que aumentar la distancia de algunos que mucho quiero, también descubro que tengo el alma ahogada por un nudo, la boca atrapada en un silencio pegajoso, la existencia pesada como una niebla espesa. Estoy llena de vacío, sin nada que buscar, ni que querer, ni que esperar: sin rumbo. También eso, todo eso. Habrá sido la pasiflora de anoche o la marihuana de la mañana? Quizá mejor me retiro a respirar. 

miércoles, 19 de febrero de 2025

Tercer intento

Llevaba meses desde que le había dejado de hablar. Meses desde que le había dejado de escribir. Una cosa. La otra. Fue a verlo a su casa, un lugar provisional. Joaquín le abrió y con expresión de sorpresa, le preguntó: ¿Cómo estás? Una mirada idiota de respuesta fue suficiente para que él empezará con una retahíla imparable. Además de insensible, infame, mísera, excesiva y bruja, le dijo que todavía la amaba. Que no había pasado un día sin que la pensara. Sin que se preguntará si también lo estaría extrañando.

Han vivido situaciones inesperadas, impensables. Pero ella, que rara vez actuaba impulsivamente —siempre contenida y reflexiva— en su infinita debilidad se arrojó a sus brazos. Solo quería que la abrazara, solo quería dormir con él, solo esperaba despertarse con él. Siempre. Sabe que lo mejor ya pasó. Sabe que la vida no le durará, sabe que la indiferencia no resultó. Sabe que eran un fracaso, pero perderlo ha sido un desastre. El mundo es otro desde entonces.

Alguna vez

Un montón de imágenes pasaban a gran velocidad por la mente de Elena, intentaba fijar alguna, detenerse y adivinar razones. Creía haberse mantenido en la clandestinidad, discreta. Sentía que se movía en otra dimensión cuando se encontraba con él, estaba ausente de los demás, pero nadie parecía notarlo, menos ella. Hizo siempre que todo pareciera casual desconociendo lo que le pasaba, él tampoco lo sabía, pero permanecían juntos pretendiendo que algún día descubrirían aquello que los impulsaba… ese afecto peligroso que perturbaba su actuar.

Despertó en la noche, leyó un poco, escuchó la oscuridad un rato, volvió a dormir algunos minutos, despertó otra vez. Creyendo que estaba por llegar el momento en el que habría dejado atrás aquello, empezó a recordar con increíble detalle los días en los que todo comenzó. Un domingo en un lugar donde no había estado antes. Una búsqueda torpe para encontrar el sitio en el que había estacionado su auto. Repitió en desorden todas las vueltas que dio cuando se estacionó, hacia el oriente, rumbo al cerro en un ligero ascenso, de vuelta en la esquina en la que una planta se asomaba entre dos edificios, de regreso al punto de partida. Todo otra vez, girando, bajando, agitada y asustada. Después de varios intentos desistió, sin tener la certeza del lugar, creyó haber llegado y su auto no estaba. Se lo habían robado. No avisó a nadie, no había pagado el seguro del auto y quería evitarse reproches, ya vería cómo resolverlo.

Caminó hasta la séptima con un poco de miedo. La energía de la ciudad cambia completamente en las tardes de domingo, sobre todo en los barrios céntricos. Anochecía con gran velocidad y las calles desiertas la agobiaban, el peligro más insospechado podía estar esperándola y no quería encontrarlo. Llegando a la esquina en la que esperaría un taxi, apareció un hombre alto, con lentes. Con una mirada profunda le sonrió como si supiera que necesitaba reconfortarse. Tuvo tres segundos de duda y de la nada ella respondió con otra sonrisa. Él miraba después la pantalla de su celular, no levantaba la vista, parecía concentrado. Ella solo quería ver sus ojos otra vez.

Pasaron tal vez diez minutos y Joaquín retomó su camino, se sintió de pronto abandonada y, en medio de la aterradora e insoportable soledad de la calle, decidió seguirlo. La embargó una ligera sensación de locura que la fue sacando del infinito cansancio en el que se había convertido la tarde.

El día estaba a punto de acabar. Mientras el cielo empezaba a tornarse naranja Joaquín miraba, entre un amor profundo y un odio irrefrenable, la única foto que había quedado en su teléfono. Volvió al domingo aquel en el que sintió unos pasos que aceleraban conforme él avanzaba, se detuvo y la encontró siguiéndolo.  Pensó que quizá la conocía, que por eso la había visto hacía unos minutos y la encontraba familiar. La saludó y ella tímidamente respondió. La calma cotidiana de la tarde se transformó de repente. Sin pretenderlo, comenzaron una conversación que no querían terminar. Caminaron juntos y empezaron a descubrir que les gustaban las mismas cosas, coincidían en risas. Sin esperarlo empezó a adorar su forma de hablar, le encantó la cadencia de su voz templada, su manera de mirarlo y aún sin saber su nombre, quería seguir caminando a su lado en medio de la oscuridad que lo invadía todo.

Anduvieron cerca de cinco kilómetros, quizá más, llegaron hasta la Avenida Chile.  Poco más de una hora en la que se conocieron paso a paso, algo de cada uno, pero sobre todo, aquello que los divertía y entretenía. Adoró que también le gustara caminar, si era fuera de la ciudad mejor, notó que sintonizaba la misma música, varias bandas de pop inglés en sus listas de reproducción; como él también se tomaba en serio el desayuno, mucha fruta y a todo color. De tonterías triviales pasaban con facilidad a asuntos existenciales que les inquietaban por igual. Compartieron un rato de la noche urbana de domingo, se cruzaron con algunos que paseaban a sus perros y con otros que en soledad parecían llegar a su destino.

Por un instante pensaron en seguir, pero ella anunció su partida. Pararon un taxi, ella se fue sin dar demasiada información, solo supo que tenía que volver a su casa. Él se acercó, avanzó hacía ella con la intención de abrazarla, pero por algo se detuvo y la despidió con un distante movimiento de mano. Vio alejarse al taxi y esperó hasta que lo perdió de vista. Se atormentó de inmediato, solo sabía su nombre, nada que le permitiera encontrarla después, la dejó ir.

Decidió caminar de vuelta, su casa estaba al otro lado de la ciudad, en el punto en el que Elena lo empezó a seguir.

Elena llegó a su casa, su familia la esperaba, al menos eso dijeron, querían cenar con ella.  Su esposo preguntó qué tal la tarde, qué tal su hermana, empezaron una conversación doméstica, sin detalle alguno. No contó nada sobre el auto, no notaron que había llegado en taxi así que pasó por alto, pero en cuanto se sentó a la mesa empezó a pensar cómo pudo sucederle aquello.  La sorprendía que más que el auto o el estado de su hermana se había quedado pegada con el rato que había estado con Joaquín, no podía sacarlo de su cabeza.  Estaba ausente.

No se sintió capaz de quedarse mucho tiempo de sobremesa, o no quiso hacerlo.  Aceleró la levantada de platos y el arreglo de cocina, acompañó a sus niñas a dormir sin historias, sin juegos, un hasta mañana y se fue a la cama. Ella no siempre era así; pero llevaba tres días seguidos visitando a su hermana, sujetando su mano cada vez en un nuevo espacio, uno que según pensaba su hermana era el escenario que necesitaba para salir de la depresión en la que supuestamente llevaba meses inmersa. Tres días que habían trascurrido de forma lenta, infernal y estresante. Tres días que cambiaron súbitamente cuando encontró a Joaquín. 

Recostada en la cama fue consciente de que su esposo a veces era distante y taciturno, otras mostraba demasiado afecto y un inconmensurable miedo a perderla, actitudes que Elena no entendía y que cada vez le incomodaban más. Todo le incomodaba últimamente. Sus hijas demandan atención permanentemente, su jefe, a quien solía admirar, había perdido el sutil encanto de liderar sin opacar; su hermana pedía con frecuencia que remediaran sus carencias de cualquier manera. Últimamente su pequeño reino la agobiaba y aburría a partes iguales.

La atención, disciplina y conciencia que ponía siempre en cada cosa que hacía habían empezado a desvanecerse. De pronto le pareció que la fuerza de voluntad estaba sobrevalorada. Se preocupaba realmente por los demás y sacrificaba su tiempo por todos, una y otra vez, realizando miles de pequeños esfuerzos cada día, pero se cansó. Quizá por eso la mirada, la voz, las palabras y la sonrisa de Joaquín en aquel momento le resultó lo más divertido, refrescante e inspirador en mucho tiempo.

El silencio, la espera. La noche que no avanzaba y Joaquín sin poder dormir, reviviendo la conversación, los gestos de Elena, su respiración pausada y sus ojos melancólicos. Llegó la madrugada de lunes y empezó su rutina diaria. Un café fuerte para comenzar, algo de noticias en la radio. Lo de siempre. Que perturbador comenzar siempre de la misma manera, con las mismas tragedias una y otra vez.

Salió rumbo a su oficina, había mucho tráfico, siempre hay mucho. No maneja, conducir se ha vuelto una experiencia tan traumática en Bogotá que su terapista no ha tenido más remedio que aconsejarle que camine o vaya en bus. Eligió caminar, llegaría un poco tarde, pero lo prefería. El amanecer con sus pálidos rayos atravesando las nubes bajas lo envolvió en una misteriosa mañana en la que entró sin mucho pensarlo en una onda mística en la que decidió estar con Elena otra vez, otro recorrido con ella, a su lado, se elevó en ensoñaciones como cuando era joven e imaginaba futuros. Quiso verla, necesitaba verla de nuevo.

De pronto se hizo tarde, se fue por el camino largo, se detuvo por el segundo café del día, conversó un rato con el vendedor de fruta de la esquina, no quería entrar a la oficina, pero finalmente llegó.  Saludo a los vigilantes, caminó hasta el ascensor, miró a su alrededor y nadie le sonrió, solo encontró personas aburridas y frustradas, caras de lunes con vidas complejas, tediosas o dolorosas, mucho más que la de él. Eso pensó.

Se instaló en su puesto de trabajo, se sentía entre entusiasmado y confundido. Tenía asuntos atrasados, correos que responder desde hacía dos semanas, informes a medio completar a los que les daba vueltas y vueltas para hacerlos más inteligibles para sus lectores. Decidió perder el tiempo ojeando redes sociales, se enganchó en una conversación en la que solo leía opiniones cuestionables de personas conocidas, empezó a odiar a esas personas conocidas. No soportó más y se fue a conversar con sus compañeros de oficina, los interrumpió con la historia que acababa de leer, todos escucharon, opinaron, argumentaron, cuestionaron, se contradijeron un montón y entraron en un bucle eterno del que Joaquín prefirió escapar antes de empezar a odiarlos también a ellos, aunque ya lo hacía un poco.

Elena se despertó pensando que debía solucionar el problema de su auto robado.  No sabía qué hacer, cómo empezar el trámite, poner un denuncio, ir a la policía, dejar así y armarse de valor para convertirse en peatona permanente. Le daba un poco igual, pero sabía que no podía obviar el tema. Arregló a las niñas para salir al colegio, las dejó en la ruta, volvió a su casa y desayunó con su esposo en calma, pero en silencio; esperó a la empleada, le dio algunas instrucciones y salió de la casa cansada, como todos los días, aunque tal vez un poco más.

Con el sol todavía medio escondido y la ciudad llena de ruido, partió en taxi a su trabajo. Sacudida por todo tipo de emociones, siguió a medias la conversación con el taxista. Escuchó de lejos sus anécdotas de la madrugada, estaba conduciendo desde la noche anterior y todavía no terminaba su turno. No prestó demasiada atención, pero algo oyó sobre una mujer dedicada a traer niños al mundo a domicilio, supuso que hablaba de alguna matrona que fue su pasajera, y otro tanto sobre un investigador de la Fiscalía que al parecer compartió más información de la que la prudencia indica. Una vez superado el tráfico del mal, llegó a su trabajo y de inmediato empezó a resolver problemas. No se había siquiera sentado en su puesto y ya la llamaban de un lugar y otro, la necesitaba el jefe, la necesitaba Manuel, su coequipero, la requería la secretaría también.  Elena lo solucionaba todo y parecía que lo hacía fácil.

Al finalizar la jornada, cerca de las cuatro, tomó el autobús de vuelta al barrio en el que su hermana tenía su nuevo hogar, no pensaba pasar a verla, pero sí buscaría una estación de policía cercana para narrar los hechos de la tarde anterior y pediría ayuda, al menos una recomendación sobre qué hacer. Algunas paradas después, llegó a su destino. La escena que la esperaba, por lo demás habitual, se complicó cuando en su afán de simplificar y clarificar al policía que tomaba la denuncia lo que había sucedido, cayó en una narración incoherente e imprecisa por lo que tuvo que llevar al policía al lugar en el que había perdido el auto.

Caminaron un par de cuadras, lo que Elena recordaba se veía diferente a la luz del día, pero creía que estaba muy cerca y así fue. Llegaron al lugar y el policía, sorprendido, volvió su cabeza a Elena, quien con extrañeza intentaba confirmar que se trataba de su auto. No entendía cómo lo habían devuelto a la calle en la que lo había perdido. El policía supo de inmediato que no había existido tal robo, que se trató de aquellas incomprensibles faltas de atención, y enfurecido por la pérdida de tiempo la abandonó con una mirada inquisidora.

Elena en medio del asombro por su torpeza pensó que vendería ese auto, incluso lo regalaría, no quería saber más de él, pero mientras tanto debía llevarlo a su casa. Sin embargo, como encontrarlo no era una opción cuando salió en la mañana, no tenía las llaves y decidió dejarlo de nuevo y repetir el camino que había hecho cuando lo perdió. 

En la misma calle del domingo, pero antes del anochecer, de pronto se sintió ansiosa, alguien la seguía, Joaquín iba detrás de ella.



martes, 18 de febrero de 2025

Silencio en la mesa

Estoy en una terraza con una limonada sin azúcar, dudando entre ensalada o una sopa mexicana... Las voces de la mesa de al lado interrumpen, es una pareja entrando en los cuarenta... parecen más jóvenes que yo, aunque no mucho.

Él empieza a dar forma a una historia que se siente más como una reconstrucción que un recuerdo. Parece que siente la necesidad de ordenar el tiempo —siempre incontrolable—, para que todo encaje con más claridad. Es casi un monólogo. No se concentra en lo que realmente pasó, sino lo que pudo haber sido, lo que habría hecho si las piezas de su vida se hubieran acomodado de otro modo. Se ve a sí mismo tomando decisiones diferentes, eligiendo caminos que evitaran los momentos que lo marcaron de forma irreversible. Quizá su madre no habría muerto tan joven, dice, o tal vez no habría perdido la ilusión de un hijo que nunca llegó a ser. Los días habrían sido otros. Tal vez no habría tenido que aprender a ser quien es a base de ausencias, tal vez los recuerdos no pesarían tanto. La vida hubiera tenido otro color, otro aire.

Enfrenta esa calma rara, esa que se construye con hilos de recuerdos y momentos dispersos, sosteniéndolo todo. Toma un sorbo de su cerveza. Se pregunta  parece más introspección que diálogo qué habría pasado si una palabra, una decisión, hubiera modificado el curso de las cosas. Pero la respuesta sigue siendo la misma: ¿qué tendría que ocurrir para que ese giro—el que alguna vez deseó con tanta fuerza—se hiciera real? ¿Qué tendría que pasar para que todo lo perdido, lo que nunca fue, fuera posible? Dice algo como que se lo pregunta para provocarlo, para huir de ello, para dejar de perseguir lo que se escapó y, finalmente, aceptar lo que ya no puede ser.

Ella lo mira con ternura, parece una amiga, percibo en su mirada algo como compasión. Creo. Mientras él habla, ella está atenta, sin interrumpir, pero hay algo en su actitud que habla de una paciencia que parece conocer el final de la conversación. Quizá no es la primera vez. Tal vez ya lo ha escuchado muchas veces, o lo que dice no le sorprende tanto como él cree.

En los espacios en los que él guarda silencio, ella sonríe suavemente, una sonrisa pequeña. Sin esperar mucho, le dice que tal vez lo que se tiene que preguntar es qué pasaría si deja de buscar esas respuestas. Quizá yo le habría dicho lo mismo.

Él vuelve a su cerveza y la conversación se disuelve en un silencio que no parece incomodarlos. Llegan sus platos, y después de un “buen provecho”, se disponen a almorzar y cambian abruptamente de tema. Trivialidades varias a las que dejo de prestar atención. 

El ruido de la terraza sigue. Las conversaciones de los demás ya no tienen forma. Mis pensamientos se pierden entre mi sopa caliente y la idea que tengo para el postre.

lunes, 17 de febrero de 2025

Lunes de baja intensidad

De todas las cosas increíbles que deja la lluvia, mi favorita favoritísima, además del reverdecer de los prados y la recuperación de los embalses, ciertamente muy necesaria, es ver cómo todo se aquieta y el aire adquiere una frescura única. Aunque salimos de casa con un cielo muy gris, completamente cubierto y frío, poco a poco las nubes fueron abriendo paso a pálidos rayos de sol y después de dejar al joven en el cole, saltar charcos y evitar baldosas sueltas, me encontré pensando en cómo las ideas flotan sin esfuerzo, como si la lluvia hubiese despejado algo más que el aire. Me puse cursi mientras oía dilemas de difícil solución en un podcast que me entretuvo por algo más de seis, quizá siete, kilómetros.

Ahora, después de una ducha helada y revitalizante, intento volver a la labor. El brillo de la pantalla del teléfono se refleja en la mesa, sirvo el café y siento un ruido que parece el único detalle relevante, y todo se percibe un poco más luminoso, aunque solo porque no hay mucho más en qué pensar. Prendo el compu y aparece el correo de siempre, las notificaciones que no paran, mucho spam, organizo mi agenda de la semana, esos proyectos que no terminan de arrancar. Las minucias cotidianas se acumulan y hago lo posible por ignorarlas… hasta que el peso de todas ellas se haga insoportable. Lo sé. Mala decisión. Pero parece que si no es bajo presión no me resulta… si no es porque la fecha de entrega es ya, ya, no avanzo. La fecha de entrega ya fue, pero no todo depende de mí…

Y mientras tanto, el sistema sigue su marcha, ajeno al hecho de que el país se cae a trozos. El escenario político acá y en muchos otros sitios además de monstruoso, es desastroso. Pero no basta con cambiar unos personajes aquí y allá. La salida no siempre es tan fácil, claro. Funciona así para todo, o no funciona. Si hay motivación, todo parece encajar: habrá felicidad, habrá empleo, y tal vez todo tenga una solución clara. Pero, en realidad, lo que se mueve en el fondo es mucho más complejo. Un pasado determinado, el de la violencia eterna de este país desde los años mil seiscientos, mucho antes, incluso; haber crecido con o sin afectos, con o sin seguridad, tener unas condiciones de salud determinadas, una sociedad sana o enferma, un paisaje concreto... todo eso incide en el curso de las cosas, de una forma que a veces pasamos por alto. Pasa con cada ser, con cada país.

Estaba cursi, ahora estoy existencial.  Serán los libros de la mesa de noche del joven, todas sus dudas, sus preocupaciones adolescentes. Qué sé yo. Todavía en el compu, reviso la hora: las diez menos veinte. Pienso que ya es tarde. Aunque no sé tarde para qué… para todo, supongo. El cielo se agranda, tenso, está curioso. Intento recordar las calles bajo la lluvia lejos de acá. No lo recuerdo.

Me asomo a la ventana… Un rayo de sol se desliza con dureza, no es suficiente para calentar el ambiente.  Lloverá otra vez. Me temo que la luz desmesurada y ardiente de la semana no vendrá del entorno, la única luz que palpite con fuerza, al menos hoy, será del compu recordándome que debo ponerme a trabajar.

Nada lo acecha. Nada lo inquieta. El gato se queda inmóvil, en su mundo de silencio.
Y el humano, el fin y el principio de todo, se pierde en las sombras de lo que no sabe calmar.


domingo, 16 de febrero de 2025

Atravesar la confusión

Me encuentro con un amigo. Uno al que quiero mucho. Tiene un problema. Me cuenta lo muy enamorado que está, que cree estar. Lleva casi siete meses de una relación apasionada y, por lo que interpreto, tóxica. Está consumido por ello. Lo miro, confundido y preocupado. Las palabras no parecen suficientes para dar con el problema real. Sé que no debería ser tan directa, pero algo me dice que esta conversación necesita un giro. Lo que me cuenta está teñido de una urgencia desesperada, la que surge cuando ya no se sabe qué hacer con lo que se siente. Le veo la cara, y en ella está todo. Él lo sabe, pero sigue atrapado en ese juego. Sin salida aparente.

Todo comenzó mal, pero él no lo vio. Ella apareció de repente bueno, eso no lo creo mucho y él la vio como algo con lo que perderse, como una distracción divertida. Al principio pensó que sería fácil: dejarse llevar, disfrutar de lo que venía sin pensar demasiado. Pero las cosas nunca son tan simples. Se fueron complicando poco a poco, hasta que acabó idealizándola, convirtiéndola en algo inalcanzable. Una conquista, algo que había ganado y tenía que proteger. Y, sin saberlo, la dependencia tomó forma.

Lo miro ahora y me doy cuenta de lo que le está pasando. Me entero de reacciones y decisiones que, como él mismo dice, acaban llevándolo a actuar de maneras poco santas, movido por la rabia, la inseguridad. Es fácil caer en eso, aunque hace más daño que cualquier otra cosa. Actúa desde la herida, desde el miedo, desde la falta de control. Pareciera que lo único que importara fuera lo que hace ella, no lo que está sucediendo dentro de él mismo. Se olvidó de sí. Por completo, por el peso de la otra persona, por lo que cree que necesita salvar para salvarse.

En instantes, como una verdad que se revela, reconoce que el daño está instalado, en el silencio, en lo que no dice, en lo que no hace... En la manera en que las mentiras se entrelazan. Pienso. Pero claro, no le digo esto en voz alta. No tan fuerte, al menos. Podría esgrimir el argumento de que lo que tiene no es amor, sino dependencia, y que el dolor se multiplica cuando lo busca de esa manera. Queriendo cuidar y proteger a alguien que no quiere salvarse a sí misma.

El amor convertido en una excusa para seguir atado a algo que destruye. Algo que, por mucho que se intente, no se puede rescatar. La relación es disfuncional, pero parte del paisaje. Lo que parece una necesidad constante cariño y compañía se cuela como un trámite incompatible con la calma. Me cuenta y percibo que recorre un camino que envuelve y absorbe, basado en mentiras o en ignorar lo evidente.

Lo peor, lo que más me inquieta, es cómo se puede permanecer atrapado. Cómo se puede estar tan convencido de que esto, que ha estado mal desde el minuto cero, puede transformarse, cómo no querer dejar ir lo que ya está roto. Supongo que las dolorosas inestabilidades del deseo, de la angustia por no perder, no dejan pensar con claridad.

El silencio sigue ahí. Denso. De fondo. Él está allí, atrapado, intentando salvar lo irremediable. Y aunque no lo sepa, me doy cuenta de que el vacío que siente, esa sensación de pérdida es en realidad lo único que le pertenece ahora. Se siente como si cada pedazo de su vida anterior se hubiera desintegrado, como si él también hubiese desaparecido un poco con ella.

No se trata de hacerse ilusiones, ni de construir fantasías, ni de alimentar expectativas. Le digo. Primero te hundes lentamente, y luego, a veces, tocas fondo. Pero después todo pasa. Siempre pasa.

sábado, 15 de febrero de 2025

Hoy

A veces siento que necesito mucha más concentración de la que soy capaz de lograr cada día. Me gusta salir de la city y estar más despejada, tener más tiempo para mí sin ruidos exteriores. El apto 
acomoda la realidad a los sonidos del barrio. Autos, perros, domiciliarios, compradores de cosas que no se usan, vecinos. Cada eco me desconcentra. Acá los sonidos son más amigables, aunque también me pierdo, ocasionalmente, buscando de dónde viene el canto de los pájaros, identificando dónde está arando el tractor que se percibe, otras, me duermo. Hoy caí profunda después del almuerzo al sol. Lo que iba a ser una pausa de veinte minutos se extendió por casi tres horas. Tal vez más. Me recosté pensando en querer dedicar la vida a los líos habituales de Rostov: A cenar, conversar, leer, reflexionar… cerré los ojos y caí en un exquisito sueño, en el que parece recuperé un poco la falta de descanso de ayer. 

En la mañana anduve dando vuelta. Tomé algunas fotos. Encontré flores resplandecientes en tonos suaves y saturados, como pequeños tesoros de colores, una mezcla de pétalos de lirios, brotes de margaritas y hojas de violetas esparcidas entre la hierba. Y ahora salí un rato a ver el cielo. Las nubes bailan, se amontonan, empujan el viento, el viento las empuja de vuelta. Estallan. Se hacen agua. A ratitos aparece de nuevo el sol, pero está ya ocultándose. Ha regresado la lluvia, vuelve el frío, el viento intenso se instala, suavemente. Y así, el sábado se va, se escapa entre los últimos rayos del sol, deslizándose presuroso. Y así, me preparo también, no escaparé, solo me iré de plan David Lynch.



viernes, 14 de febrero de 2025

En marcha

La semana avanza. Ha tenido sus cosas. Sus desplazamientos fuera del perímetro habitual. Sus reuniones extra. Sus paseos por otros parajes para cambiar la cotidianidad de los pasos. También miradas reflexivas y sensibles mientras existo contemplando el mundo y la vida.

Pequeño estallido cósmico. Fuera de la ruta habitual, en medio de gente que parece feliz, con sol y sin prisa, rescato aquello que resuena dentro: las risas esparciendo chocolate en un paseo al calor, la suma de recuerdos aleatorios de la infancia, la luz del amanecer, el color de un plato de fruta, el sabor del chocolate, las manos cariñosas del joven, el abrazo suave y profundo al despertar, la voz cálida y serena que me calma, el crujir de las hojas que han perdido la fuerza del verde, el sentimiento del sonido que producen algunas palabras, el contacto breve e intenso de algunos silencios… Me cae bien la gente que está cerca. Cruzo miradas, me llegan historias. En un instante está todo claro, sin dudas. Parece que entiendo qué hay detrás de lo que cuentan. Inmersa estoy en una suavidad emocional. No necesito mucho más. Me quiero quedar otro rato. Pido otro café, también un rollo de canela.

Sin dejar rastro. En una esquina del mundo cubierta por un viento que me arrastra y presagia lluvia, encuentro un gesto de ternura asomando en la mirada curiosa de un pequeño. Veo a otro jugueteando con la arena, completamente ajeno a climas y urgencias. Feliz e inocente con su desconocimiento del tiempo. También a una mujer vieja paseando con un perro, envuelta, al parecer sin saberlo, en una nube tóxica de marihuana. Es el desorden y la belleza de un parque en la ciudad, con instantes sin luz y sin oscuridad. Me llegan voces, pero se respira silencio. Quedan huellas del agua que cayó ayer, se refleja una mirada y una voz, un sueño y la vida.

Salir de la metrópoli. El ritmo se ralentiza, el paso se vuelve más pausado, y el bullicio es otro… de nuevo suenan las bocinas de los autos. En Bogotá ya estamos resignados, nada que hacer más que esperar. Allá mantienen las ilusiones y pitan como si no hubiera mañana. Me alojé en el centro. Iba preparada para el calor intenso, no, realmente no estaba preparada, pero era lo que esperaba y no fue tal, el clima también fue amable. El aire fue más fresco de lo que imaginé. Las calles, aunque ruidosas, más tranquilas, guardan una calidez en sus detalles. La gente parece más abierta, más dispuesta. Moviéndome, en el hotel, en los restaurantes, en las reuniones, todos fueron siempre muy atentos.  Una relajación del ánimo aparente, sin prisa, a su ritmo y sin afán. Se mueven lentamente, esperan y sienten el tiempo pasar. La jornada fue cordial, con la calma de un lugar menos saturado, menos apresurado.

No me interesa. El absurdo en esta tierra no conoce límites. El ridículo tampoco. Lo más irrelevante lidera la parada. Reina la confusión y la l desgobierno. Ya nadie cree nada. Todo da igual, o peor. Todos quieren tener razón y se quedarán solos. Ya están solos, perdiendo el tiempo en batallas bobísimas y mientras tanto, nos hundimos de a poco en una arena movediza. Ver las noticias, leer redes sociales o leer comentarios me hace perder instantáneamente la fe en la humanidad. El egoísmo, la intolerancia, la torpeza y la mala educación de la gente me sorprenden todos los días. La prontitud para emprender revancha, el espíritu beligerante a flor de piel, también. Pero me resisto, prefiero alejarme de las almas sombrías, silenciar el caos, cerrar las heridas profundas de la violencia. Acallar el malestar, la angustia, la ansiedad que produce tanta tontería junta. Este país, el mundo, está lleno de basura, por eso acudo a las notas verdes y húmedas del campo después de la lluvia. Me inclino por dejar que entre el aire fresco y sentir la luz para balancear el día. No es indiferencia, es hartazgo.

Bonus. En cuanto a novedades gastronómicas, probé el pastel de garbanzo. Estuvo bastante bien. En el frente laboral, nuevas contrataciones y asuntos varios, esperaba que sucediese algo más, pero no sucedió nada. Con respecto a ilusiones de eternidad, descubrí el Kumbh Mela... toda una sorpresa. La espiritualidad y la fe de las personas no dejan de impresionarme —para bien y para mal—.

jueves, 13 de febrero de 2025

Otra vez antes del final

Nos enamoramos, no lo necesitábamos, pero fue inevitable. Ahora no quiere irse, quiere volver, estar más, quedarse… Quiere seguir estando aquí. Aferrándose a esas emociones que produjo para que sigan en mí. Su alegría, mi ligereza. Que no se vayan todavía. Me envuelve con su pasión, su sensibilidad, su mirada, su entrega. Me sumerge en su abrazo procurando evitar el gran vacío que quedará después de esta experiencia ilusionada, convulsa y colorida. Me repite una de las tantísimas palabras que ha inventado para mí. Quiere estar seguro de que me las aprenderé. No las olvidaré. Volvemos a los instantes fugaces, a su vida, a la mía. A las alegrías más inesperadas. Mientras tanto nos levantamos, nos separamos un poco serios, resignados y mayores, tal vez incluso nostálgicos, melancólicos por una forma de estar que se diluirá con la distancia. Me susurra algo sobre el futuro, ese sobre el que no se puede saber nada. No hay nada que saber. 



miércoles, 12 de febrero de 2025

Inacabable

Llega. Asoma en la mirada una intención. Te hiela la piel. Te atraviesa los huesos. Se enreda en tu alma. Se desvanecen las sombras y desaparecen los silencios. En cuestión de segundos el viento detiene las arenas del tiempo, enciende la chispa, traspasa el punto ciego de un rostro desnudo, y recupera el hilo. Regresa la emoción al encontrarlo, la fascinación por su presencia, la impaciencia por atraparlo nuevamente. Te obliga a avanzar por esos caminos imprevisibles de locura y belleza. Te consume sin tregua, revelando una promesa de continuación. Es una historia real, presente. Necesaria y, a veces, tormentosa.

lunes, 10 de febrero de 2025

Pensativa o soñadora

Soñar despierta una realidad en la que todo parece ser la vida de otra persona. Pensar otro mundo. Un inventario íntimo de la existencia. Lejano. Ajeno. Saber estar en medio del impulso amoroso. Largo y sin pasado. Adentrarse en un verso ardiente y confirmar que la pasión fluye en las manifestaciones de la vida cotidiana. Evadir toda sombra de la observación silenciosa del mundo. Descubrir lo que ha sido borrado de la memoria cósmica, ese fragmento trascendental y elusivo. Advertir el brillo de las palabras, y sumergirse sin miedo hasta encontrar su reflejo. Buscar el latido del viento y rescatar todas las formas de decir fuego. Encontrar un brote helado y vivo, que hechiza por unos segundos. Escapar del espesor de las nubes y huir disuelta hacia otro lugar. Capturar ese estado nebuloso, atrapar la esencia profundamente personal, la que debería quedarse aquí sin detalles ni verdades. Y detener la voz. Que se está yendo. Para siempre.


domingo, 9 de febrero de 2025

Reflexiones comprimidas

A primeras horas de ciertos días laborales, de algún viernes que acaba de ser, es difícil regular la intensidad de las emociones, domesticar esta sensibilidad tan aguda. Qué fácil, sin embargo, es dejarse llevar. Solo ser. Mirarnos con afecto también cuesta, requiere una considerable atención. No solo en viernes laborales.

La aparente facilidad del transcurrir, en ocasiones, es solo la pereza que se impone ante el sedentarismo laborioso, ante la inercia del cansancio y la rutina que se imponen de manera sutil.

Me permito, a veces, con aquellos recuerdos que no están tan anclados en lo concreto o en lo vivido, una reconstrucción libre, los modifico con algo de fantasía. Los reinterpreto a mi manera. Los instalo en escenarios cargados de emociones, pasiones, anhelos. Los disfruto al cuadrado. O al cubo.

Me impulsa cada día la curiosidad, esa necesidad insaciable de saber por qué las plantas parecen inclinarse hacia la luz, o cómo es que siempre encuentro una media perdida cuando ya no la necesito. También por qué se rompe una sola. Por qué se rompe en realidad.

Mi cerebro parece tener un botón de "siguiente capítulo" que nunca dejo de presionar. Miradas, gestos, caras, palabras, de todo surge una historia. No voy muy lejos, a veces me aterra, otras veces me arrastra, me estremece, y otras, muero de risa.

Se empapa de la tormenta embriagadora que llega con el amor, cerrando los ojos, cubriéndose con la cobija, soñando con dormir y despertarse cuando lo que sea que la aflige haya desaparecido. Ahora, de alguna manera, le falta el aire, quiere llorar, mientras escampa, alejándose paso a paso, huyendo de lo que no fue.

Sorprenden sus sentimientos elevados en medio de esa constante inclinación a recurrir a comentarios mordaces... con esa forma tan suya de comer hamburguesa. También sus destellos de creatividad e inspiración ocasional cuando ella se deja llevar y él impone su manera, su presencia irrepetible, la que ella sueña con tener cerca hasta el último suspiro.


sábado, 8 de febrero de 2025

Dualidad

Y si está todo al otro lado, la luz, la sombra. El movimiento. Y si la mirada devora lo visto y lo invisible, pero la identidad dinámica y mutable retienen la claridad. Y si estar despierta no alcanza para atrapar la imagen que desafía el impulso. Y si el esfuerzo de atenuar o alejar el brillo obliga a cuestionar la permanencia de la forma. Y si la contemplación deriva en la percepción borrosa de la memoria. La vuelve ambigua. Desdibuja las estructuras fijas. Y si el destello y la revelación sugieren un matiz colorido. Se abre un espacio, una posibilidad. La reinterpretación constante.


 


Suceso reciente

Trazos del comienzo de julio

Repaso de la semana que comenzó con un arcoíris. Brillante. Doble.  La luz gris de un martes helado, luego de la lluvia intensa de la madrug...