Llevaba meses desde que le había
dejado de hablar. Meses desde que le había dejado de escribir. Una cosa. La
otra. Fue a verlo a su casa, un lugar provisional. Joaquín le abrió y con
expresión de sorpresa, le preguntó: ¿Cómo estás? Una mirada idiota de respuesta
fue suficiente para que él empezará con una retahíla imparable. Además de
insensible, infame, mísera, excesiva y bruja, le dijo que todavía la amaba. Que
no había pasado un día sin que la pensara. Sin que se preguntará si también lo
estaría extrañando.
Han vivido situaciones
inesperadas, impensables. Pero ella, que rara vez actuaba impulsivamente
—siempre contenida y reflexiva— en su infinita debilidad se arrojó a sus
brazos. Solo quería que la abrazara, solo quería dormir con él, solo esperaba
despertarse con él. Siempre. Sabe que lo mejor ya pasó. Sabe que la vida no le
durará, sabe que la indiferencia no resultó. Sabe que eran un fracaso, pero
perderlo ha sido un desastre. El mundo es otro desde entonces.
Alguna vez
Un montón de imágenes pasaban a
gran velocidad por la mente de Elena, intentaba fijar alguna, detenerse y
adivinar razones. Creía haberse mantenido en la clandestinidad, discreta.
Sentía que se movía en otra dimensión cuando se encontraba con él, estaba
ausente de los demás, pero nadie parecía notarlo, menos ella. Hizo siempre que
todo pareciera casual desconociendo lo que le pasaba, él tampoco lo sabía, pero
permanecían juntos pretendiendo que algún día descubrirían aquello que los
impulsaba… ese afecto peligroso que perturbaba su actuar.
Despertó en la noche, leyó un
poco, escuchó la oscuridad un rato, volvió a dormir algunos minutos, despertó
otra vez. Creyendo que estaba por llegar el momento en el que habría dejado
atrás aquello, empezó a recordar con increíble detalle los días en los que todo
comenzó. Un domingo en un lugar donde no había estado antes. Una búsqueda torpe
para encontrar el sitio en el que había estacionado su auto. Repitió en
desorden todas las vueltas que dio cuando se estacionó, hacia el oriente, rumbo
al cerro en un ligero ascenso, de vuelta en la esquina en la que una planta se
asomaba entre dos edificios, de regreso al punto de partida. Todo otra vez,
girando, bajando, agitada y asustada. Después de varios intentos desistió, sin
tener la certeza del lugar, creyó haber llegado y su auto no estaba. Se lo
habían robado. No avisó a nadie, no había pagado el seguro del auto y quería
evitarse reproches, ya vería cómo resolverlo.
Caminó hasta la séptima con un
poco de miedo. La energía de la ciudad cambia completamente en las tardes de
domingo, sobre todo en los barrios céntricos. Anochecía con gran velocidad y
las calles desiertas la agobiaban, el peligro más insospechado podía estar
esperándola y no quería encontrarlo. Llegando a la esquina en la que esperaría
un taxi, apareció un hombre alto, con lentes. Con una mirada profunda le sonrió
como si supiera que necesitaba reconfortarse. Tuvo tres segundos de duda y de
la nada ella respondió con otra sonrisa. Él miraba después la pantalla de su
celular, no levantaba la vista, parecía concentrado. Ella solo quería ver sus
ojos otra vez.
Pasaron tal vez diez minutos y Joaquín
retomó su camino, se sintió de pronto abandonada y, en medio de la aterradora e
insoportable soledad de la calle, decidió seguirlo. La embargó una ligera
sensación de locura que la fue sacando del infinito cansancio en el que se
había convertido la tarde.
El día estaba a punto de acabar.
Mientras el cielo empezaba a tornarse naranja Joaquín miraba, entre un amor
profundo y un odio irrefrenable, la única foto que había quedado en su
teléfono. Volvió al domingo aquel en el que sintió unos pasos que aceleraban
conforme él avanzaba, se detuvo y la encontró siguiéndolo. Pensó que quizá la conocía, que por eso la
había visto hacía unos minutos y la encontraba familiar. La saludó y ella
tímidamente respondió. La calma cotidiana de la tarde se transformó de repente.
Sin pretenderlo, comenzaron una conversación que no querían terminar. Caminaron
juntos y empezaron a descubrir que les gustaban las mismas cosas, coincidían en
risas. Sin esperarlo empezó a adorar su forma de hablar, le encantó la cadencia
de su voz templada, su manera de mirarlo y aún sin saber su nombre, quería
seguir caminando a su lado en medio de la oscuridad que lo invadía todo.
Anduvieron cerca de cinco
kilómetros, quizá más, llegaron hasta la Avenida Chile. Poco más de una hora en la que se conocieron paso
a paso, algo de cada uno, pero sobre todo, aquello que los divertía y
entretenía. Adoró que también le gustara caminar, si era fuera de la ciudad
mejor, notó que sintonizaba la misma música, varias bandas de pop inglés en sus
listas de reproducción; como él también se tomaba en serio el desayuno, mucha
fruta y a todo color. De tonterías triviales pasaban con facilidad a asuntos
existenciales que les inquietaban por igual. Compartieron un rato de la noche
urbana de domingo, se cruzaron con algunos que paseaban a sus perros y con
otros que en soledad parecían llegar a su destino.
Por un instante pensaron en
seguir, pero ella anunció su partida. Pararon un taxi, ella se fue sin dar
demasiada información, solo supo que tenía que volver a su casa. Él se acercó,
avanzó hacía ella con la intención de abrazarla, pero por algo se detuvo y la
despidió con un distante movimiento de mano. Vio alejarse al taxi y esperó
hasta que lo perdió de vista. Se atormentó de inmediato, solo sabía su nombre,
nada que le permitiera encontrarla después, la dejó ir.
Decidió caminar de vuelta, su casa
estaba al otro lado de la ciudad, en el punto en el que Elena lo empezó a
seguir.
Elena llegó a su casa, su familia
la esperaba, al menos eso dijeron, querían cenar con ella. Su esposo preguntó qué tal la tarde, qué tal
su hermana, empezaron una conversación doméstica, sin detalle alguno. No contó
nada sobre el auto, no notaron que había llegado en taxi así que pasó por alto,
pero en cuanto se sentó a la mesa empezó a pensar cómo pudo sucederle aquello. La sorprendía que más que el auto o el estado
de su hermana se había quedado pegada con el rato que había estado con Joaquín,
no podía sacarlo de su cabeza. Estaba
ausente.
No se sintió capaz de quedarse
mucho tiempo de sobremesa, o no quiso hacerlo.
Aceleró la levantada de platos y el arreglo de cocina, acompañó a sus
niñas a dormir sin historias, sin juegos, un hasta mañana y se fue a la cama. Ella
no siempre era así; pero llevaba tres días seguidos visitando a su hermana,
sujetando su mano cada vez en un nuevo espacio, uno que según pensaba su
hermana era el escenario que necesitaba para salir de la depresión en la que supuestamente
llevaba meses inmersa. Tres días que habían trascurrido de forma lenta,
infernal y estresante. Tres días que cambiaron súbitamente cuando encontró a
Joaquín.
Recostada en la cama fue
consciente de que su esposo a veces era distante y taciturno, otras mostraba
demasiado afecto y un inconmensurable miedo a perderla, actitudes que Elena no
entendía y que cada vez le incomodaban más. Todo le incomodaba últimamente. Sus
hijas demandan atención permanentemente, su jefe, a quien solía admirar, había perdido
el sutil encanto de liderar sin opacar; su hermana pedía con frecuencia que
remediaran sus carencias de cualquier manera. Últimamente su pequeño reino la
agobiaba y aburría a partes iguales.
La atención, disciplina y
conciencia que ponía siempre en cada cosa que hacía habían empezado a desvanecerse.
De pronto le pareció que la fuerza de voluntad estaba sobrevalorada. Se
preocupaba realmente por los demás y sacrificaba su tiempo por todos, una y
otra vez, realizando miles de pequeños esfuerzos cada día, pero se cansó. Quizá
por eso la mirada, la voz, las palabras y la sonrisa de Joaquín en aquel
momento le resultó lo más divertido, refrescante e inspirador en mucho tiempo.
El silencio, la espera. La noche
que no avanzaba y Joaquín sin poder dormir, reviviendo la conversación, los
gestos de Elena, su respiración pausada y sus ojos melancólicos. Llegó la
madrugada de lunes y empezó su rutina diaria. Un café fuerte para comenzar,
algo de noticias en la radio. Lo de siempre. Que perturbador comenzar siempre
de la misma manera, con las mismas tragedias una y otra vez.
Salió rumbo a su oficina, había
mucho tráfico, siempre hay mucho. No maneja, conducir se ha vuelto una
experiencia tan traumática en Bogotá que su terapista no ha tenido más remedio
que aconsejarle que camine o vaya en bus. Eligió caminar, llegaría un poco
tarde, pero lo prefería. El amanecer con sus pálidos rayos atravesando las
nubes bajas lo envolvió en una misteriosa mañana en la que entró sin mucho
pensarlo en una onda mística en la que decidió estar con Elena otra vez, otro
recorrido con ella, a su lado, se elevó en ensoñaciones como cuando era joven e
imaginaba futuros. Quiso verla, necesitaba verla de nuevo.
De pronto se hizo tarde, se fue
por el camino largo, se detuvo por el segundo café del día, conversó un rato
con el vendedor de fruta de la esquina, no quería entrar a la oficina, pero
finalmente llegó. Saludo a los
vigilantes, caminó hasta el ascensor, miró a su alrededor y nadie le sonrió, solo
encontró personas aburridas y frustradas, caras de lunes con vidas complejas,
tediosas o dolorosas, mucho más que la de él. Eso pensó.
Se instaló en su puesto de
trabajo, se sentía entre entusiasmado y confundido. Tenía asuntos atrasados,
correos que responder desde hacía dos semanas, informes a medio completar a los
que les daba vueltas y vueltas para hacerlos más inteligibles para sus lectores.
Decidió perder el tiempo ojeando redes sociales, se enganchó en una
conversación en la que solo leía opiniones cuestionables de personas conocidas,
empezó a odiar a esas personas conocidas. No soportó más y se fue a conversar
con sus compañeros de oficina, los interrumpió con la historia que acababa de
leer, todos escucharon, opinaron, argumentaron, cuestionaron, se contradijeron
un montón y entraron en un bucle eterno del que Joaquín prefirió escapar antes
de empezar a odiarlos también a ellos, aunque ya lo hacía un poco.
Elena se despertó pensando que
debía solucionar el problema de su auto robado.
No sabía qué hacer, cómo empezar el trámite, poner un denuncio, ir a la
policía, dejar así y armarse de valor para convertirse en peatona permanente.
Le daba un poco igual, pero sabía que no podía obviar el tema. Arregló a las
niñas para salir al colegio, las dejó en la ruta, volvió a su casa y desayunó
con su esposo en calma, pero en silencio; esperó a la empleada, le dio algunas
instrucciones y salió de la casa cansada, como todos los días, aunque tal vez
un poco más.
Con el sol todavía medio escondido
y la ciudad llena de ruido, partió en taxi a su trabajo. Sacudida por todo tipo
de emociones, siguió a medias la conversación con el taxista. Escuchó de lejos
sus anécdotas de la madrugada, estaba conduciendo desde la noche anterior y
todavía no terminaba su turno. No prestó demasiada atención, pero algo oyó
sobre una mujer dedicada a traer niños al mundo a domicilio, supuso que hablaba
de alguna matrona que fue su pasajera, y otro tanto sobre un investigador de la
Fiscalía que al parecer compartió más información de la que la prudencia
indica. Una vez superado el tráfico del mal, llegó a su trabajo y de inmediato
empezó a resolver problemas. No se había siquiera sentado en su puesto y ya la
llamaban de un lugar y otro, la necesitaba el jefe, la necesitaba Manuel, su
coequipero, la requería la secretaría también.
Elena lo solucionaba todo y parecía que lo hacía fácil.
Al finalizar la jornada, cerca de
las cuatro, tomó el autobús de vuelta al barrio en el que su hermana tenía su
nuevo hogar, no pensaba pasar a verla, pero sí buscaría una estación de policía
cercana para narrar los hechos de la tarde anterior y pediría ayuda, al menos
una recomendación sobre qué hacer. Algunas paradas después, llegó a su destino.
La escena que la esperaba, por lo demás habitual, se complicó cuando en su afán
de simplificar y clarificar al policía que tomaba la denuncia lo que había
sucedido, cayó en una narración incoherente e imprecisa por lo que tuvo que
llevar al policía al lugar en el que había perdido el auto.
Caminaron un par de cuadras, lo
que Elena recordaba se veía diferente a la luz del día, pero creía que estaba
muy cerca y así fue. Llegaron al lugar y el policía, sorprendido, volvió su
cabeza a Elena, quien con extrañeza intentaba confirmar que se trataba de su
auto. No entendía cómo lo habían devuelto a la calle en la que lo había
perdido. El policía supo de inmediato que no había existido tal robo, que se
trató de aquellas incomprensibles faltas de atención, y enfurecido por la
pérdida de tiempo la abandonó con una mirada inquisidora.
Elena en medio del asombro por su
torpeza pensó que vendería ese auto, incluso lo regalaría, no quería saber más
de él, pero mientras tanto debía llevarlo a su casa. Sin embargo, como
encontrarlo no era una opción cuando salió en la mañana, no tenía las llaves y
decidió dejarlo de nuevo y repetir el camino que había hecho cuando lo perdió.
En la misma calle del domingo, pero antes del anochecer, de pronto se sintió ansiosa, alguien la seguía, Joaquín iba detrás de ella.