Estoy en una terraza
con una limonada sin azúcar, dudando entre ensalada o una sopa mexicana... Las
voces de la mesa de al lado interrumpen, es una pareja entrando en los cuarenta...
parecen más jóvenes que yo, aunque no mucho.
Él empieza a dar forma
a una historia que se siente más como una reconstrucción que un recuerdo. Parece
que siente la necesidad de ordenar el tiempo —siempre incontrolable—, para que
todo encaje con más claridad. Es casi un monólogo. No se concentra en lo que
realmente pasó, sino lo que pudo haber sido, lo que habría hecho si las piezas
de su vida se hubieran acomodado de otro modo. Se ve a sí mismo tomando
decisiones diferentes, eligiendo caminos que evitaran los momentos que lo
marcaron de forma irreversible. Quizá su madre no habría muerto tan joven, dice,
o tal vez no habría perdido la ilusión de un hijo que nunca llegó a ser. Los
días habrían sido otros. Tal vez no habría tenido que aprender a ser quien es a
base de ausencias, tal vez los recuerdos no pesarían tanto. La vida hubiera
tenido otro color, otro aire.
Enfrenta esa calma rara, esa que se construye con hilos de recuerdos y momentos dispersos, sosteniéndolo todo. Toma un sorbo de su cerveza. Se pregunta —parece más introspección que diálogo— qué habría pasado si una palabra, una decisión, hubiera modificado el curso de las cosas. Pero la respuesta sigue siendo la misma: ¿qué tendría que ocurrir para que ese giro—el que alguna vez deseó con tanta fuerza—se hiciera real? ¿Qué tendría que pasar para que todo lo perdido, lo que nunca fue, fuera posible? Dice algo como que se lo pregunta para provocarlo, para huir de ello, para dejar de perseguir lo que se escapó y, finalmente, aceptar lo que ya no puede ser.
Ella lo mira con
ternura, parece una amiga, percibo en su mirada algo como compasión. Creo.
Mientras él habla, ella está atenta, sin interrumpir, pero hay algo en su
actitud que habla de una paciencia que parece conocer el final de la
conversación. Quizá no es la primera vez. Tal vez ya lo ha escuchado muchas
veces, o lo que dice no le sorprende tanto como él cree.
En
los espacios en los que él guarda silencio, ella sonríe suavemente, una sonrisa
pequeña. Sin esperar mucho, le dice que tal vez lo que se tiene que preguntar
es qué pasaría si deja de buscar esas respuestas. Quizá yo le habría dicho lo
mismo.
Él vuelve a su cerveza y la conversación se disuelve en un silencio que no parece incomodarlos. Llegan sus platos, y después de un “buen provecho”, se disponen a almorzar y cambian abruptamente de tema. Trivialidades varias a las que dejo de prestar atención.
El ruido de la terraza sigue. Las conversaciones de los demás ya no tienen forma. Mis pensamientos se pierden entre mi sopa caliente y la idea que tengo para el postre.
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