miércoles, 19 de febrero de 2025

Tercer intento

Llevaba meses desde que le había dejado de hablar. Meses desde que le había dejado de escribir. Una cosa. La otra. Fue a verlo a su casa, un lugar provisional. Joaquín le abrió y con expresión de sorpresa, le preguntó: ¿Cómo estás? Una mirada idiota de respuesta fue suficiente para que él empezará con una retahíla imparable. Además de insensible, infame, mísera, excesiva y bruja, le dijo que todavía la amaba. Que no había pasado un día sin que la pensara. Sin que se preguntará si también lo estaría extrañando.

Han vivido situaciones inesperadas, impensables. Pero ella, que rara vez actuaba impulsivamente —siempre contenida y reflexiva— en su infinita debilidad se arrojó a sus brazos. Solo quería que la abrazara, solo quería dormir con él, solo esperaba despertarse con él. Siempre. Sabe que lo mejor ya pasó. Sabe que la vida no le durará, sabe que la indiferencia no resultó. Sabe que eran un fracaso, pero perderlo ha sido un desastre. El mundo es otro desde entonces.

Alguna vez

Un montón de imágenes pasaban a gran velocidad por la mente de Elena, intentaba fijar alguna, detenerse y adivinar razones. Creía haberse mantenido en la clandestinidad, discreta. Sentía que se movía en otra dimensión cuando se encontraba con él, estaba ausente de los demás, pero nadie parecía notarlo, menos ella. Hizo siempre que todo pareciera casual desconociendo lo que le pasaba, él tampoco lo sabía, pero permanecían juntos pretendiendo que algún día descubrirían aquello que los impulsaba… ese afecto peligroso que perturbaba su actuar.

Despertó en la noche, leyó un poco, escuchó la oscuridad un rato, volvió a dormir algunos minutos, despertó otra vez. Creyendo que estaba por llegar el momento en el que habría dejado atrás aquello, empezó a recordar con increíble detalle los días en los que todo comenzó. Un domingo en un lugar donde no había estado antes. Una búsqueda torpe para encontrar el sitio en el que había estacionado su auto. Repitió en desorden todas las vueltas que dio cuando se estacionó, hacia el oriente, rumbo al cerro en un ligero ascenso, de vuelta en la esquina en la que una planta se asomaba entre dos edificios, de regreso al punto de partida. Todo otra vez, girando, bajando, agitada y asustada. Después de varios intentos desistió, sin tener la certeza del lugar, creyó haber llegado y su auto no estaba. Se lo habían robado. No avisó a nadie, no había pagado el seguro del auto y quería evitarse reproches, ya vería cómo resolverlo.

Caminó hasta la séptima con un poco de miedo. La energía de la ciudad cambia completamente en las tardes de domingo, sobre todo en los barrios céntricos. Anochecía con gran velocidad y las calles desiertas la agobiaban, el peligro más insospechado podía estar esperándola y no quería encontrarlo. Llegando a la esquina en la que esperaría un taxi, apareció un hombre alto, con lentes. Con una mirada profunda le sonrió como si supiera que necesitaba reconfortarse. Tuvo tres segundos de duda y de la nada ella respondió con otra sonrisa. Él miraba después la pantalla de su celular, no levantaba la vista, parecía concentrado. Ella solo quería ver sus ojos otra vez.

Pasaron tal vez diez minutos y Joaquín retomó su camino, se sintió de pronto abandonada y, en medio de la aterradora e insoportable soledad de la calle, decidió seguirlo. La embargó una ligera sensación de locura que la fue sacando del infinito cansancio en el que se había convertido la tarde.

El día estaba a punto de acabar. Mientras el cielo empezaba a tornarse naranja Joaquín miraba, entre un amor profundo y un odio irrefrenable, la única foto que había quedado en su teléfono. Volvió al domingo aquel en el que sintió unos pasos que aceleraban conforme él avanzaba, se detuvo y la encontró siguiéndolo.  Pensó que quizá la conocía, que por eso la había visto hacía unos minutos y la encontraba familiar. La saludó y ella tímidamente respondió. La calma cotidiana de la tarde se transformó de repente. Sin pretenderlo, comenzaron una conversación que no querían terminar. Caminaron juntos y empezaron a descubrir que les gustaban las mismas cosas, coincidían en risas. Sin esperarlo empezó a adorar su forma de hablar, le encantó la cadencia de su voz templada, su manera de mirarlo y aún sin saber su nombre, quería seguir caminando a su lado en medio de la oscuridad que lo invadía todo.

Anduvieron cerca de cinco kilómetros, quizá más, llegaron hasta la Avenida Chile.  Poco más de una hora en la que se conocieron paso a paso, algo de cada uno, pero sobre todo, aquello que los divertía y entretenía. Adoró que también le gustara caminar, si era fuera de la ciudad mejor, notó que sintonizaba la misma música, varias bandas de pop inglés en sus listas de reproducción; como él también se tomaba en serio el desayuno, mucha fruta y a todo color. De tonterías triviales pasaban con facilidad a asuntos existenciales que les inquietaban por igual. Compartieron un rato de la noche urbana de domingo, se cruzaron con algunos que paseaban a sus perros y con otros que en soledad parecían llegar a su destino.

Por un instante pensaron en seguir, pero ella anunció su partida. Pararon un taxi, ella se fue sin dar demasiada información, solo supo que tenía que volver a su casa. Él se acercó, avanzó hacía ella con la intención de abrazarla, pero por algo se detuvo y la despidió con un distante movimiento de mano. Vio alejarse al taxi y esperó hasta que lo perdió de vista. Se atormentó de inmediato, solo sabía su nombre, nada que le permitiera encontrarla después, la dejó ir.

Decidió caminar de vuelta, su casa estaba al otro lado de la ciudad, en el punto en el que Elena lo empezó a seguir.

Elena llegó a su casa, su familia la esperaba, al menos eso dijeron, querían cenar con ella.  Su esposo preguntó qué tal la tarde, qué tal su hermana, empezaron una conversación doméstica, sin detalle alguno. No contó nada sobre el auto, no notaron que había llegado en taxi así que pasó por alto, pero en cuanto se sentó a la mesa empezó a pensar cómo pudo sucederle aquello.  La sorprendía que más que el auto o el estado de su hermana se había quedado pegada con el rato que había estado con Joaquín, no podía sacarlo de su cabeza.  Estaba ausente.

No se sintió capaz de quedarse mucho tiempo de sobremesa, o no quiso hacerlo.  Aceleró la levantada de platos y el arreglo de cocina, acompañó a sus niñas a dormir sin historias, sin juegos, un hasta mañana y se fue a la cama. Ella no siempre era así; pero llevaba tres días seguidos visitando a su hermana, sujetando su mano cada vez en un nuevo espacio, uno que según pensaba su hermana era el escenario que necesitaba para salir de la depresión en la que supuestamente llevaba meses inmersa. Tres días que habían trascurrido de forma lenta, infernal y estresante. Tres días que cambiaron súbitamente cuando encontró a Joaquín. 

Recostada en la cama fue consciente de que su esposo a veces era distante y taciturno, otras mostraba demasiado afecto y un inconmensurable miedo a perderla, actitudes que Elena no entendía y que cada vez le incomodaban más. Todo le incomodaba últimamente. Sus hijas demandan atención permanentemente, su jefe, a quien solía admirar, había perdido el sutil encanto de liderar sin opacar; su hermana pedía con frecuencia que remediaran sus carencias de cualquier manera. Últimamente su pequeño reino la agobiaba y aburría a partes iguales.

La atención, disciplina y conciencia que ponía siempre en cada cosa que hacía habían empezado a desvanecerse. De pronto le pareció que la fuerza de voluntad estaba sobrevalorada. Se preocupaba realmente por los demás y sacrificaba su tiempo por todos, una y otra vez, realizando miles de pequeños esfuerzos cada día, pero se cansó. Quizá por eso la mirada, la voz, las palabras y la sonrisa de Joaquín en aquel momento le resultó lo más divertido, refrescante e inspirador en mucho tiempo.

El silencio, la espera. La noche que no avanzaba y Joaquín sin poder dormir, reviviendo la conversación, los gestos de Elena, su respiración pausada y sus ojos melancólicos. Llegó la madrugada de lunes y empezó su rutina diaria. Un café fuerte para comenzar, algo de noticias en la radio. Lo de siempre. Que perturbador comenzar siempre de la misma manera, con las mismas tragedias una y otra vez.

Salió rumbo a su oficina, había mucho tráfico, siempre hay mucho. No maneja, conducir se ha vuelto una experiencia tan traumática en Bogotá que su terapista no ha tenido más remedio que aconsejarle que camine o vaya en bus. Eligió caminar, llegaría un poco tarde, pero lo prefería. El amanecer con sus pálidos rayos atravesando las nubes bajas lo envolvió en una misteriosa mañana en la que entró sin mucho pensarlo en una onda mística en la que decidió estar con Elena otra vez, otro recorrido con ella, a su lado, se elevó en ensoñaciones como cuando era joven e imaginaba futuros. Quiso verla, necesitaba verla de nuevo.

De pronto se hizo tarde, se fue por el camino largo, se detuvo por el segundo café del día, conversó un rato con el vendedor de fruta de la esquina, no quería entrar a la oficina, pero finalmente llegó.  Saludo a los vigilantes, caminó hasta el ascensor, miró a su alrededor y nadie le sonrió, solo encontró personas aburridas y frustradas, caras de lunes con vidas complejas, tediosas o dolorosas, mucho más que la de él. Eso pensó.

Se instaló en su puesto de trabajo, se sentía entre entusiasmado y confundido. Tenía asuntos atrasados, correos que responder desde hacía dos semanas, informes a medio completar a los que les daba vueltas y vueltas para hacerlos más inteligibles para sus lectores. Decidió perder el tiempo ojeando redes sociales, se enganchó en una conversación en la que solo leía opiniones cuestionables de personas conocidas, empezó a odiar a esas personas conocidas. No soportó más y se fue a conversar con sus compañeros de oficina, los interrumpió con la historia que acababa de leer, todos escucharon, opinaron, argumentaron, cuestionaron, se contradijeron un montón y entraron en un bucle eterno del que Joaquín prefirió escapar antes de empezar a odiarlos también a ellos, aunque ya lo hacía un poco.

Elena se despertó pensando que debía solucionar el problema de su auto robado.  No sabía qué hacer, cómo empezar el trámite, poner un denuncio, ir a la policía, dejar así y armarse de valor para convertirse en peatona permanente. Le daba un poco igual, pero sabía que no podía obviar el tema. Arregló a las niñas para salir al colegio, las dejó en la ruta, volvió a su casa y desayunó con su esposo en calma, pero en silencio; esperó a la empleada, le dio algunas instrucciones y salió de la casa cansada, como todos los días, aunque tal vez un poco más.

Con el sol todavía medio escondido y la ciudad llena de ruido, partió en taxi a su trabajo. Sacudida por todo tipo de emociones, siguió a medias la conversación con el taxista. Escuchó de lejos sus anécdotas de la madrugada, estaba conduciendo desde la noche anterior y todavía no terminaba su turno. No prestó demasiada atención, pero algo oyó sobre una mujer dedicada a traer niños al mundo a domicilio, supuso que hablaba de alguna matrona que fue su pasajera, y otro tanto sobre un investigador de la Fiscalía que al parecer compartió más información de la que la prudencia indica. Una vez superado el tráfico del mal, llegó a su trabajo y de inmediato empezó a resolver problemas. No se había siquiera sentado en su puesto y ya la llamaban de un lugar y otro, la necesitaba el jefe, la necesitaba Manuel, su coequipero, la requería la secretaría también.  Elena lo solucionaba todo y parecía que lo hacía fácil.

Al finalizar la jornada, cerca de las cuatro, tomó el autobús de vuelta al barrio en el que su hermana tenía su nuevo hogar, no pensaba pasar a verla, pero sí buscaría una estación de policía cercana para narrar los hechos de la tarde anterior y pediría ayuda, al menos una recomendación sobre qué hacer. Algunas paradas después, llegó a su destino. La escena que la esperaba, por lo demás habitual, se complicó cuando en su afán de simplificar y clarificar al policía que tomaba la denuncia lo que había sucedido, cayó en una narración incoherente e imprecisa por lo que tuvo que llevar al policía al lugar en el que había perdido el auto.

Caminaron un par de cuadras, lo que Elena recordaba se veía diferente a la luz del día, pero creía que estaba muy cerca y así fue. Llegaron al lugar y el policía, sorprendido, volvió su cabeza a Elena, quien con extrañeza intentaba confirmar que se trataba de su auto. No entendía cómo lo habían devuelto a la calle en la que lo había perdido. El policía supo de inmediato que no había existido tal robo, que se trató de aquellas incomprensibles faltas de atención, y enfurecido por la pérdida de tiempo la abandonó con una mirada inquisidora.

Elena en medio del asombro por su torpeza pensó que vendería ese auto, incluso lo regalaría, no quería saber más de él, pero mientras tanto debía llevarlo a su casa. Sin embargo, como encontrarlo no era una opción cuando salió en la mañana, no tenía las llaves y decidió dejarlo de nuevo y repetir el camino que había hecho cuando lo perdió. 

En la misma calle del domingo, pero antes del anochecer, de pronto se sintió ansiosa, alguien la seguía, Joaquín iba detrás de ella.



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