martes, 25 de febrero de 2025

¿Qué fue todo eso?

Frío. La mesa con el café servido. Hace ruido con la silla mientras se acomoda. Son las once menos diez. En la mochila un libro y su portátil. En la mano su teléfono. Llama a alguien, se ríe. Mando un correo, pido otra limonada. Se me olvida que sentía su mirada intensa hace un momento. Me concentro. Llega alguien. Se sienta con él. Se llama Pablo. Pablito. Tiene ojos verdes, oscuros, pero verdes.

Se rieron un rato de alguna escena de la noche anterior. Se movieron a la mesa de al lado. Entraba el sol. Hacía frío. Perdí de nuevo la atención en mi trabajo. De la nada Pablo empezó con un "No puedo mentirte más". Pablo no la miraba a la cara y no paraba de tomarse su café, creo que ya no había más café. Intenté volver a lo mío, lo logré por unos minutos. Me puse audífonos.

Me encuentro con la mirada de Pablo, otra vez se dirige a mí. Me mira, la mira. Qué calor. Pablo sale a la calle. No entiendo nada. Siento como si estuviera acelerándose el corazón. Ella parece pasarla mal, se ve frustrada, ahogada en un llanto silencioso. Qué cansancio. Vuelvo a lo mío. Me faltan proyectos por revisar y correos por enviar. Pablo entra de nuevo, cuánto tiempo tarda, es demasiado. Parece demasiado.

La puerta se abre. Ella no está. Pablo tampoco. Me quedo con el sonido del café, con el aire que ya no es tan frío. Nadie parece estar aquí, aunque sí, hay mucha gente todavía. Miro el reloj. Hace rato que se fueron, tal vez. La silla vacía frente a mí tiene algo de definitivo, de incompleto. Trato de retomar el correo, pero no hay mucho más que decir. Ya lo hice. Todo sigue igual, aunque no.

El mesero pasa arreglando cosas que no necesito. Debe querer que me vaya ya. El sol entra, de golpe, ilumina todo. Me quito los audífonos. La limonada sigue ahí, el hielo se derritió. Ojalá no me hubiera olvidado de todo lo demás. Pero igual, tengo que seguir. Tengo que terminar.

Es pasado mediodía, el paradero de la séptima está tranquilo. El sol ya calienta más, pero el aire sigue fresco. Estoy esperando el bus cuando lo veo. Pablo, con la mochila colgada, camina hacia el paradero. Se detiene, mira el pavimento, como si no quisiera ver a nadie. Pero me ve. Sus ojos se encuentran con los míos, por un segundo, un reflejo. Se encoge de hombros, su mirada sigue fija en la calle mientras se acomoda la mochila.

No dice nada, llega el bus. Sube. La puerta se cierra detrás de él y el bus arranca. Yo me quedo ahí, mirando el paradero vacío. El ruido del motor se va desvaneciendo, queda el sonido del viento y el de las cosas que no se dicen. En ese instante, cuando todo parece quedar atrás, me doy cuenta de que hay cosas que uno paga sin saber cuánto costarán. Y no es barato.

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