Aspirar el oxígeno
puro del campo verde, luego de una semana disuelta en el tiempo fugaz de la
ciudad. Pisar descalza la hierba, después de la lluvia, sin mucho pensar.
Disfrutar la feliz extrañeza del espacio cotidiano y respirar lentamente,
profundamente, hasta bien adentro. Dejar que el día ocurra, sin adornos ni
artificios.
Ver soplar el viento
con la lluvia. Verlo correr, ver su movimiento, su despliegue hipnótico. Ver
que el paisaje se agita. Salir al umbral de la cocina a ver llover, sin
encontrar la palabra precisa, correcta, apropiada y justa para describir lo que
sucede cuando cae la lluvia y se deja llevar por el vendaval. Queda a merced,
despojada de resistencia. Ver cómo corren juntos, viento y agua, sincronizados,
armónicos. Saber que se ven bien.
Sentir, después, un
poco de sol tras la lluvia. Reconocer que el cielo también se ve bien.
Bellísimo. Encontrarlo limpio. Desear que se quede así, un momento más.
….
El plan incluyó
también delicias de la cocina campestre, postre de pueblo y series en Mubi.
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