En el bus.
El viernes pasado me subí al bus y todo parecía ser lo de siempre: caras
perdidas, miradas vacías, el ruido de la ciudad colándose por las ventanas.
Cada uno encerrado en su propio mundo, anónimo y distante.
De pronto, alguien se
subió y se acercó al lector sin tener saldo en su tarjeta. Saqué la mía para
ayudar, pero no alcanzó: saldo insuficiente.
Otro pasajero intentó
con la suya, lo logró y el chico se subió. Iba a devolverle el pasaje con un
billete de 50 mil, pero no había cambio, tampoco le funcionó Nequi. Al final,
un cantante urbano que viajaba atrás listo para cantar sacó varios —muchos—
billetes y lo cambió. Por un instante, todos nos reímos. Una risa breve y
compartida, un pequeño gesto nos sacó de la rutina del viaje. Después oímos
algo de rap… por unos segundos, fuimos un poco menos extraños.
Y un jueves, el último
del mes, bajo un azul primaveral, con nubes bellísimas que se asomaban muy
blancas, pero esparcidas, coincidí con una pasajera que iba en el recorrido
haciendo yoga facial. La admiré y envidié un tanto. Encontré perfecto
aprovechar el tiempo del trayecto y me sorprendió la precisión y rigurosidad en
los ejercicios.
En la pelu. A
veces me peinan. A veces, mientras me peinan, también me miro en el espejo y me
encuentro la cara roja. No de vergüenza ni de rabia, de frío, de sol mal
repartido, de haber caminado con el viento en la cara sin que me importara
demasiado. Un bronceado paramuno, diría mi madre. Yo digo: puede ser. Me queda
bien. No mucho, en realidad. Me queda fatal.
También, mientras
tanto, noto que mi cara está un poco más redonda. Haber comido sin límites ni
pudor en los últimos días ha pasado factura, claro. Es todo lo que veo porque
no tengo lentes, así que por ahora, arrugas y canas están bajo control.
En la ruta. Desde
que mi hijo está de vacaciones, mis trayectos matutinos se han transformado.
Camino más despacio. Ya no salimos disparados como si siempre fuéramos a llegar
tarde. Antes íbamos rápido —sin pausa, pero con conversación— y aunque siempre
llegábamos con tiempo, siempre era tarde, nunca fue suficiente.
Ahora voy sola. Camino
menos, y camino despacio. No es una decisión meditadísima: simplemente pasa. El
cuerpo no tiene con quién competir ni a quién seguirle el ritmo. Nadie pregunta
cosas difíciles de contestar mientras cruzamos la calle. Nadie se ríe al
tropezarse. Lo echo un poco de menos. Mucho.
En el café. Ese
lugar que siempre toca visitar, ese rincón al que llego sin saber bien por qué,
merece ser elevado, dignificado. No solo es un espacio físico, es reflejo de la
vida misma: imprevisible, desordenada, escapándose de las manos justo cuando se
supone cerca. Curioseo, doy vuelta con la mirada, a veces encuentro caras
conocidas. Alguno de los días de la semana que terminó me concentré en una
mesa. Ella, con una mezcla de admiración constante y sonrisa franca, lo
celebraba sin pausa. Había algo en su forma espontánea, casi inconsciente, de
estar, de sonreír. Él, también sonría con los ojos, hablaba con una voz que
parecía venir de un territorio indefinido, entre el aquí y el más allá, un
acento que no identifiqué. Una pareja que se veía triunfadora.
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