sábado, 28 de junio de 2025

Esfera urbana

En el bus. El viernes pasado me subí al bus y todo parecía ser lo de siempre: caras perdidas, miradas vacías, el ruido de la ciudad colándose por las ventanas. Cada uno encerrado en su propio mundo, anónimo y distante.

De pronto, alguien se subió y se acercó al lector sin tener saldo en su tarjeta. Saqué la mía para ayudar, pero no alcanzó: saldo insuficiente.

Otro pasajero intentó con la suya, lo logró y el chico se subió. Iba a devolverle el pasaje con un billete de 50 mil, pero no había cambio, tampoco le funcionó Nequi. Al final, un cantante urbano que viajaba atrás listo para cantar sacó varios —muchos— billetes y lo cambió. Por un instante, todos nos reímos. Una risa breve y compartida, un pequeño gesto nos sacó de la rutina del viaje. Después oímos algo de rap… por unos segundos, fuimos un poco menos extraños.

Y un jueves, el último del mes, bajo un azul primaveral, con nubes bellísimas que se asomaban muy blancas, pero esparcidas, coincidí con una pasajera que iba en el recorrido haciendo yoga facial. La admiré y envidié un tanto. Encontré perfecto aprovechar el tiempo del trayecto y me sorprendió la precisión y rigurosidad en los ejercicios.

En la pelu. A veces me peinan. A veces, mientras me peinan, también me miro en el espejo y me encuentro la cara roja. No de vergüenza ni de rabia, de frío, de sol mal repartido, de haber caminado con el viento en la cara sin que me importara demasiado. Un bronceado paramuno, diría mi madre. Yo digo: puede ser. Me queda bien. No mucho, en realidad. Me queda fatal.

También, mientras tanto, noto que mi cara está un poco más redonda. Haber comido sin límites ni pudor en los últimos días ha pasado factura, claro. Es todo lo que veo porque no tengo lentes, así que por ahora, arrugas y canas están bajo control.

En la ruta. Desde que mi hijo está de vacaciones, mis trayectos matutinos se han transformado. Camino más despacio. Ya no salimos disparados como si siempre fuéramos a llegar tarde. Antes íbamos rápido —sin pausa, pero con conversación— y aunque siempre llegábamos con tiempo, siempre era tarde, nunca fue suficiente. 

Ahora voy sola. Camino menos, y camino despacio. No es una decisión meditadísima: simplemente pasa. El cuerpo no tiene con quién competir ni a quién seguirle el ritmo. Nadie pregunta cosas difíciles de contestar mientras cruzamos la calle. Nadie se ríe al tropezarse. Lo echo un poco de menos. Mucho. 

En el café. Ese lugar que siempre toca visitar, ese rincón al que llego sin saber bien por qué, merece ser elevado, dignificado. No solo es un espacio físico, es reflejo de la vida misma: imprevisible, desordenada, escapándose de las manos justo cuando se supone cerca. Curioseo, doy vuelta con la mirada, a veces encuentro caras conocidas. Alguno de los días de la semana que terminó me concentré en una mesa. Ella, con una mezcla de admiración constante y sonrisa franca, lo celebraba sin pausa. Había algo en su forma espontánea, casi inconsciente, de estar, de sonreír. Él, también sonría con los ojos, hablaba con una voz que parecía venir de un territorio indefinido, entre el aquí y el más allá, un acento que no identifiqué. Una pareja que se veía triunfadora.


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