Entre códigos
invisibles que prometen futuro y oscuras herramientas de IA, de fama oculta y
silenciosa, señaladas por quemar nuestras mentes y amenazar la esencia de lo
que somos, la vida se construye a golpes de rutina y pequeñas victorias
humanas, sin rendirse a la idea de que algo invisible pueda ser más fuerte.
Quizá
la verdadera fuerza no esté en las máquinas, sino en la implacable voluntad de
seguir siendo humanos… ayudados por las máquinas.
Entre acuerdos tácitos
y complicidades que crecen en el día a día, entre gestos sencillos y pactos no
escritos, el matrimonio se levanta sobre cimientos hechos a medida. Apoyado en
un amor consciente y en valores que se comparten sin grandes discursos, se
sostiene con cariño recíproco y admiración mutua, y así avanza la vida en
pareja, sin sucumbir a la sombra de las diferencias.
Quizá
la diferencia no esté en la perfección, sino en el impulso de seguir
eligiéndose, en las ganas de seguir estando… construyendo de a dos.
Entre pasos cada vez
más calmados y música que acompaña, voy imaginando un porvenir rural, uno con
gallinas. Aún no las tengo, pero ya las quiero. Las veo caminar, torpes y
dignas, entre el pasto y los tablones de un gallinero que también es película,
escena diaria y refugio. Recojo huevos que todavía no existen, preparo
desayunos con una destreza que aún no poseo. Siempre me gustaron esos animales,
tan absurdos como entrañables. La vida, en ese futuro imaginado, se construye
sin prisa, triunfante en medio del murmullo cálido de las cosas simples.
Quizá
el éxito no esté en llegar lejos, sino en asumir con dignidad que empiezo a
soñar con gallinas… y que, sorprendentemente, no está tan mal.
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