Miro
el cielo y pienso que no voy a escapar por un golpe del destino, tampoco lo
haré por decisión propia, al menos no a esta altura... Acabo de llegar. Será un
día a la vez y estará bien. A las nubes parece quedarles fácil desprenderse, se
sueltan sin complicación aparente, solo fluyen y siguen su camino. Las envidio
un poco.
El
café del jueves, corriendo, con risas ligeras, oyendo planes... estuvo
divertido, tanto que casi me subo a una moto para el regreso a casa; y la cena
de ayer, actualizándonos, desahogándonos, riéndonos y confabulando, fue oasis
refrescante en medio de la semana y sus labores. Sin compañía hogareña todo
cuesta un poco más, pero nada es tan grave y mucho menos terrible, solo parece
aburrido, muy aburrido.
La
gente, sus gestos, voy aprendiendo. El tiempo, los detalles, lo importante.
Caras de tedio, de dificultad, incluso un poco de amargura. Está todo ahí, en
un piso sexto. Seguro cambia pronto y tengo otra percepción en breve. Puede
ser. No vale que me detenga en algunos asuntos, imágenes que mejor paso por
alto. Me aturden un poco la desidia y la pereza, pero no los culpo, cómo
hacerlo, solo giran en mi cabeza esos instantes en que quisiera hacerlos
reaccionar de alguna forma, de muchas maneras. No me quiero quedar nunca
quieta, pero quizá dejo de mirar donde no miran los demás.
Tal vez lo mejor sea concentrarme en la ruta, percibir la emoción de aquellos que van cerca en el camino... los que ya empiezo a ver a diario. El señor que barre siempre su anden antes de abrir la tienda. Es simpático y deja impecable su espacio. Lo cotidiano me gusta a veces, reconozco caras, expresiones, la fugacidad cuando me cruzo con algunos... Hay un poco de todo, creo que incluso, con la perspectiva adecuada, los andenes rotos parecen arte.
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