La música no era
música, ni ritmo ni melodía ni armonía ni siquiera ruido, era una especie de
zumbido subterráneo, persistente, como un reflujo que atraviesa el cuerpo de
abajo hacia arriba y se instala en la base del cráneo, donde empieza a vibrar
con una frecuencia indeseable, apenas audible pero dolorosamente real, y que,
poco a poco, minuto a minuto, se convierte en una vibración que ya no se puede
distinguir del pensamiento mismo, de la voz interna, de ese flujo imparable que
repite, aunque no quieras escucharlo, que nada de lo que estás haciendo tiene
sentido, que nada va a resolverse, que no hay un después, y que por más vueltas
que des, el centro del problema sigue estando ahí, justo donde empezó todo, o
donde terminaste tú, y que seguir bailando, seguir girando, seguir sudando, no
cambia nada, porque en realidad lo que se mueve es solo la superficie, y lo que
hay debajo, ese fondo espeso no se deja remover, no se deja olvidar, no se va.
Y ella bailaba, sí,
como todos, parecía que el cuerpo sabía algo que la mente ya no era capaz de
articular, como si fuera más honesto o más cruel, o simplemente más tonto, pero
aun así útil, un mecanismo que se mueve solo porque sabe que si se detiene será
peor, que si para tendrá que enfrentarse a esa otra versión de sí misma, la que
observa desde la esquina del salón, con la cara brillante de sudor y la mirada
perdida, la que ya no se reconoce en ningún espejo ni en ninguna canción, ni
siquiera en los recuerdos que a veces la asaltan como flashes sucios e
inconexos, como si fueran recuerdos de otra persona, de alguien que sí se
atrevió a amar, a desear sin rabia.
Y él estaba ahí, una
constante que no cambia, un centro de gravedad que no necesita moverse para
arrastrarla, una mirada que pesa más que un cuerpo, que toca sin tocar, que
sabe más de lo que debería saber y que, por eso mismo, no dice nada, su
silencio es un una forma de poder que ella detesta y busca al mismo tiempo, una
especie de control que no se ejerce pero se impone, como si todo en él
estuviera calculado para no actuar hasta que ella no lo pida, y lo más perverso
de todo es que ella lo sabe, lo sabe perfectamente, y aun así se queda, y gira,
y vuelve, y no se va… irse sería conceder una derrota que ya se siente en los
huesos pero que todavía se puede disimular, porque hay un margen —mínimo,
ínfimo, ficticio— en el que todavía puede decirse que no, todavía puede fingir
que tiene una elección, aunque todo en su cuerpo diga lo contrario, aunque cada
paso que da en la pista sea una concesión, una rendición parcial, una forma de
decirle que sí, sin palabras, sin gestos, solo con la tensión en la nuca y el leve
temblor en los dedos cuando la música sube y el aire no entra y él sigue ahí,
inalterable, sabiendo que el final es cuestión de tiempo, y que todo esto, esta
espera, este juego, esta resistencia, no es más que una parte del mecanismo,
una etapa previa, necesaria, inevitable, como la respiración antes del llanto,
el silencio justo antes del golpe.
Y no podía parar,
aunque quisiera, aunque todo en su cabeza suplicara por un poco de quietud, por
una pausa, por el milagro improbable de una noche que se rompe en dos y deja
entrar algo de claridad, de cordura, algo que permita decir hasta aquí, ya está,
no más, pero eso no llegaba, y entonces daba otra vuelta, y pedía otro trago, y
dejaba que la piel se le pegara a otras pieles, y fingía que esas manos eran
suficientes, que esa boca que le rozaba el cuello sin permiso le traía algún
tipo de consuelo, pero no, no era así, no podía serlo, porque en su cabeza solo
estaba él, por deseo, por necesidad, una que no se puede explicar sin pasar por
el cuerpo, una que no tiene lógica pero tiene gravedad, como si todo en ella
girara inevitablemente hacia él, como si lo demás fueran distracciones,
interferencias, partes prescindibles de un proceso que solo tiene sentido
cuando se trata de él, cuando lo nombra, aunque sea en silencio, aunque sea con
rabia, aunque sea mientras se ahoga en sudor y niebla y luces que no iluminan,
porque nada ilumina, nada calma, nada limpia.
Y entonces la noche se
volvía un abismo, profundo, denso, implacable, donde cada paso la llevaba más
adentro, donde la presión del tiempo se acumulaba hasta estallar en cada
respiración, hasta que el cuerpo empieza a doler de tanto moverse, de tanto
fingir, de tanto resistir lo inevitable, y ella ya no baila, no ríe, no habla,
no es, solo está, sostenida por una energía que no es suya, que él le da a
cuentagotas, y que se volverá deuda, y que tendrá que pagar más tarde, de
formas que todavía no puede imaginar, porque ese es el juego. Él espera, y ella
se rinde.
Pero aún no. No hoy.
No todavía. Porque aún tiene fuerza para otra mentira, otra vuelta, otro trago,
otro roce sin sentido, porque aunque sabe que todo está perdido, también sabe
que puede seguir perdiendo un rato más. Y por eso no se detiene.
Y por eso no se
detendrá.
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