Sin saberlo

Acostumbrarse a una mascota y quererla como si fuera un integrante más de la familia no es difícil.  Menos cuando se comparten casi todos los fines de semana, en los que jugar, correr y saltar se convierte en cotidianidad. Tommy, un perro criollo, llegó a la finca con pocos meses de nacido; lo acompañaba Luna, una perrita sin ley ni raza que anheló su libertad desde el momento cero, y la consiguió después de varias diabluras.  La primera temporada de Tommy con nosotros consistió en luchar para que no escapara de la finca, no enloqueciera con Luna y evitara, dentro de lo posible, sacar papas y perseguir gallinas en terrenos vecinos. Con esfuerzo y dedicación, la misión se logró. Aunque claro, el éxito vino después de que Luna escapó.

Cada fin de semana en el campo era una fiesta de bienvenida porque Tommy nos recibía con saltos y algarabía. Así envejeció, jugando y corriendo, bueno, también escapando al pueblo a buscar comida, era un sibarita y le gustaba cambiar de menú. El ritual de bienvenida fue siempre el mismo, sentía el ruido del motor, oía que se abrían las puertas y corría como el que más, brincaba tan alto como podía y parecía siempre querer abrazar a mi esposo.  Era un perro enorme, de pelaje dorado y largos bigotes canosos.

En 2018, hace justo cuatro años, terminando octubre, estábamos en la finca con Daniel, mi hijo de 10 años en ese entonces, mi hermana y mi cuñado.  Nos preparábamos para regresar a Bogotá. A eso de las 2 de la tarde alistamos maletas y nos subimos al auto, prendí el motor y puse reversa para poder tomar el camino que nos traería de vuelta. No avancé mucho porque oí un ruido extraño. Le pregunté a Daniel qué sería y me dijo que seguro se trataba de una botella de jugo que había guardado en el maletero. Moví el auto nuevamente y el ruido apareció otra vez. Inquieta, me detuve, abrí la puerta y no sé qué ocurrió primero… el grito de mi hijo o la imagen de Tommy.  La angustia se apoderó de mí, de todos.  Bajé, no entendía nada. Tommy estaba debajo del auto, pero.... estaba muerto. Tenía 14 años o por ahí, estaba viejo, sí, y su corazón no estaba al cien, pero además de sus largas siestas diurnas, parecía estar bien.

El escenario se tornó lúgubre de un momento a otro. La culpa, la tristeza, la necesidad de una explicación… Nada, no había nada que hacer. Entre el llanto descontrolado de Daniel, que estaba sumido en la tristeza y ansioso por tener que contarle la desgracia al papá, y la pena de todos, incluido mi esposo en la distancia, tuvimos que enterrarlo allí mismo. Otro episodio difícil, abrir un hueco en la tierra con una profundidad aceptable no es nada fácil.  No es como ocurre en las películas… se requiere tiempo y fuerza intensa. Menos mal estaba mi cuñado, pero todos tuvimos que cavar… llorar, calmar a Daniel y cavar, llorar y seguir cavando hasta que cabíamos en el hueco.  Lo instalamos allí, lo cubrimos de tierra y cal, pusimos flores en su tumba e hicimos una despedida breve, pero sentida. 

No sabré nunca si se puso debajo del auto para protegerse porque buscaba un lugar tranquilo para morir, es lo que me dicen que sucedió, o si el movimiento del auto, conmigo al volante, causó su muerte. Viviré con eso. 

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Consigna mundialista  - Mascotas



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