El sol no se decide.
Va y vuelve, como si jugara a desvanecerse. El aire pesa, guarda secretos que
no quiere soltar. No hay alivio. El domingo se arrastra lentamente, y la vida,
desde lejos, parece observarse bajo una lupa que estira el tiempo y lo aprieta
justo en ese filo entre el antes y el después.
La tarde se alarga sin
sentido. Nada ocurre, pero algo pesa. Hace calor, de ese que aplana, que agota
sin esfuerzo. Todo parece detenido, como si alguien hubiese puesto pausa. Los
árboles se mueven con un sonido seco. Una tórtola torpe camina en círculos
sobre el alero. Adentro, silencio.
Sobre la mesa, una
foto con las puntas dobladas. Ella no sabe por qué la volvió a sacar del cajón.
Ni siquiera es linda. Él está de espaldas, ella con los ojos cerrados. Y sin
embargo, algo tiene. No puede tirarla.
El café se enfría. No
lo tomó cuando debía. Le pasa seguido últimamente: deja que las cosas se
enfríen, se pudran, se caigan. No es intencional. Simplemente sucede.
No lo espera, pero se
descubre ordenando la casa como si fuera a venir. Lava los platos, libera la
silla de enfrente, cocina para dos. Es más fácil que admitir que está sola.
Supone que todos tienen sus supersticiones. Las suyas tienen su forma.
Dormir se ha vuelto
raro. Se acuesta tarde. Apenas cierra los ojos, llegan los pensamientos. No son
recuerdos exactos, más bien sensaciones: el peso de su brazo, la curva de su
espalda, el ruido sordo de su risa contenida en el pasillo. Fragmentos que no
regresan, pero insisten.
Una vez lo soñó
caminando por su casa como si nada. Él preguntaba si había pan. Ella decía que
sí, que buscara en la alacena. Y después, él se iba. Sin comerse el pan.
Despertó con rabia. Le pasa seguido. Despierta de mal genio.
A veces cocina de más.
Dice que lo va a guardar, pero no es cierto. Come en silencio, rápido, y se
enoja al darse cuenta.
Se acuerda de lo
último que él dijo: que confundía las cosas. Puede ser. Seguramente lo hace.
Una más de sus incoherencias y contradicciones. A veces cree que sí lo quiso.
Pero no sabe si eso alcanza.
Los objetos siguen
donde siempre: los libros, la chaqueta, el vaso sin lavar. Todo igual, menos
ella. Lo nota en los reflejos. No en los espejos. En los vidrios de un
Transmilenio, en la puerta de un horno apagado. Está más vieja, más pálida. Y
hay algo en sus ojos que antes no estaba.
Hay días en los que no
puede soltar lo que pasó. Y no es que él sea inolvidable. Aunque sí. Pero más
bien porque se le quedó pegado como una canción que no se sabe, pero no deja de
tararear.
Tampoco sabe si él
alguna vez se despidió. Ella no. Se distrajo. Se dio vuelta un rato, y cuando
miró de nuevo, él ya no estaba. No se anima a llamarlo. Ni siquiera sabría qué
decir. Que lo piensa. Que no lo espera, pero se acuerda. Que a veces le gustaría
explicarle cosas que ya no tienen remedio.
Quizás ni siquiera era
él. Quizás lo quiso en un día que parecía eterno. Tal vez ese día él fue solo
algo que ella necesitaba sentir. Una excusa. Un espejo. Una ficción. No
importa. Al cuerpo no le interesan las precisiones.
Pero ahí está. Con el café frío, la foto mal sacada, y con una certeza molesta… hay sensaciones que no se van.
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