Llenas de oficinas,
protocolos y jerarquías, las entidades públicas son, en su mayoría, lugares
previsibles, repetitivos, a veces francamente aburridos. Espacios donde la
rutina pesa, el papeleo todavía abunda y la innovación suele avanzar a paso
lento, cuando avanza. La fauna de sus edificios, de la que hago parte con algo
entre resignación y costumbre, se desliza entre cubículos como si fueran
pasillos del zoológico humano. Mugen en murmullos —los más experimentados—
compartiendo secretos a medias, rumores reciclados … y verdades
impronunciables. Soy parte del ecosistema del trámite eterno en el que todo
está siempre en proceso y todos están siempre muy ocupados. Después de tantos
años de estar en esto, empiezo a encontrar algo de heroico en pertenecer a esta
maquinaria donde todo tiene orden. Uno a veces caótico, ilógico.
Ha sido mi espacio, lo
sigue siendo y mientras estoy en la reunión preparatoria de la previa a la
verdadera, tomo notas mentales …de lo que no se dice, de lo que se repite sin
sentido, de las cabeceadas disimuladas y los “de acuerdo” que significan poco.
O nada. Mientras alguien proyecta una presentación y otro lee en voz alta lo
que todos ya tienen en sus correos desde hace una semana, pienso en lo que
cuesta cada reunión, en lo que pierde el Estado, en lo que jamás llega a los
ciudadanos. Los países, porque esto no es un asunto exclusivo del trópico, esto
pasa en el Gobierno de acá y de otros muchos lados, se mantienen a pesar de sus
entidades públicas.
Esas reuniones...
Había cámaras, luces, pantallas, sillas, toda una escenografía… y nosotros,
poniendo cara de que sabíamos de qué hablábamos. A veces me siento como en una
función, cuando menos en un reel de red social: todo
coreografiado, bien encuadrado. De pronto, una toma por detrás. El personaje
interviene, asume un gesto seguro, y los fotógrafos captan el instante. Flash.
Flash. No está diciendo nada en particular. No importa. Da igual, después
parecerá que fue algo trascendental.
Pero a veces, solo a
veces, el trabajo es entretenido. Por eso estoy acá. En la reunión preparatoria
de la previa a la verdadera. Con semblante serio, el computador abierto, y una
especie de ternura cansada por este universo lleno de códigos, donde cada día
es parecido al anterior, pero nunca igual. No del todo.
Porque en este teatro
de la gestión pública también hay humanidad. Hay historias. Muchas. De esfuerzo
anónimo, de luchas minúsculas, de pequeños gestos que salvan el día. Hay
quienes todavía creen que algo puede cambiar —aunque sea poco, aunque sea lento—,
y eso basta para quedarse. Aunque sea una semana más, una reunión más, un acta
más.
Por eso sigo acá.
Bueno, y porque necesito trabajar.
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