miércoles, 16 de julio de 2025

Chaíto

Rafaela regresó a su apartamento un poco antes del atardecer, como todos los viernes, cuando la ciudad parece entrar en un estado de pausa confundida, ni semana ni descanso todavía, solo una luz tibia que cae oblicua sobre las fachadas.

Subió en silencio, sin revisar el teléfono. El bolso pesaba más de lo habitual. Empujó la puerta, dejó las llaves en el cuenco metálico, se quitó los zapatos antes de avanzar.

Desde la terraza, donde aún entraba la claridad dorada, sintió una vibración, un vacío nuevo en el aire tibio del final de la tarde. Cruzó el corredor sin saber muy bien qué buscaba, hasta que sus ojos se posaron en la mesa de cedro, junto a la silla de cuero. Allí, donde había estado la orquídea.

No quedaba más que la maceta. Vacía. Limpia, incluso. No un pétalo seco, no una raíz vencida. Solo el hueco exacto donde estuvo.

Salió al aire libre con la respiración suspendida, sin hacer ruido. La terraza conservaba su ritmo habitual. Los helechos colgaban como siempre, las buganvilias resistían al viento. Pero la orquídea —esa que había estado con ella varios años, esa que florecía sin horario ni aviso, esa que parecía medir sus estaciones internas— ya no estaba.

La vio entonces. Un par de pasos más allá, junto al muro exterior que da hacia el parque, depositada con una delicadeza casi absurda en el centro de un plato de cerámica viejo, apoyada contra la base del ficus.

Había algo formal en esa disposición. Un gesto. Un tipo de ceremonia sin espectadores. Las raíces, ya sin firmeza, se curvaban hacia un costado con la misma elegancia que tuvieron en vida. Dos hojas permanecían, oscuras y tersas aún… dudando de la muerte.

Rafaela no se movió. No supo cuánto tiempo pasó antes de aceptar que sí, eso era todo.

¿La había depositado allí ella misma esa mañana? ¿Había querido evitar ver su deterioro, su pérdida lenta, y en un gesto casi automático la había sacado dándole ese último lugar, esa última forma?

Era posible. Rafaela había aprendido, con los años, a protegerse de sus emociones con una eficiencia dolorosa. A soltar cosas sin pensarlas mucho. A decidir rápido lo que ya no debía doler. Lo hacía en el trabajo. Lo hacía con las personas. Y ahora, con la orquídea.

La tarde avanzaba sobre Bogotá con una dulzura extraña. Allá abajo, en la calle, los autos se deslizaban sin urgencia, como en otra ciudad. Y desde su terraza, Rafaela sintió, por un momento apenas, una congoja mínima. Sutil.




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