Rafaela regresó a su
apartamento un poco antes del atardecer, como todos los viernes, cuando la
ciudad parece entrar en un estado de pausa confundida, ni semana ni descanso
todavía, solo una luz tibia que cae oblicua sobre las fachadas.
Subió en silencio, sin
revisar el teléfono. El bolso pesaba más de lo habitual. Empujó la puerta, dejó
las llaves en el cuenco metálico, se quitó los zapatos antes de avanzar.
Desde la terraza,
donde aún entraba la claridad dorada, sintió una vibración, un vacío nuevo en
el aire tibio del final de la tarde. Cruzó el corredor sin saber muy bien qué
buscaba, hasta que sus ojos se posaron en la mesa de cedro, junto a la silla de
cuero. Allí, donde había estado la orquídea.
No quedaba más que la
maceta. Vacía. Limpia, incluso. No un pétalo seco, no una raíz vencida. Solo el
hueco exacto donde estuvo.
Salió al aire libre
con la respiración suspendida, sin hacer ruido. La terraza conservaba su ritmo
habitual. Los helechos colgaban como siempre, las buganvilias resistían al
viento. Pero la orquídea —esa que había estado con ella varios años, esa que
florecía sin horario ni aviso, esa que parecía medir sus estaciones internas—
ya no estaba.
La vio entonces. Un
par de pasos más allá, junto al muro exterior que da hacia el parque,
depositada con una delicadeza casi absurda en el centro de un plato de cerámica
viejo, apoyada contra la base del ficus.
Había algo formal en
esa disposición. Un gesto. Un tipo de ceremonia sin espectadores. Las raíces,
ya sin firmeza, se curvaban hacia un costado con la misma elegancia que
tuvieron en vida. Dos hojas permanecían, oscuras y tersas aún… dudando de la
muerte.
Rafaela no se movió.
No supo cuánto tiempo pasó antes de aceptar que sí, eso era todo.
¿La había depositado
allí ella misma esa mañana? ¿Había querido evitar ver su deterioro, su pérdida
lenta, y en un gesto casi automático la había sacado dándole ese último lugar,
esa última forma?
Era posible. Rafaela
había aprendido, con los años, a protegerse de sus emociones con una eficiencia
dolorosa. A soltar cosas sin pensarlas mucho. A decidir rápido lo que ya no
debía doler. Lo hacía en el trabajo. Lo hacía con las personas. Y ahora, con la
orquídea.
La tarde avanzaba
sobre Bogotá con una dulzura extraña. Allá abajo, en la calle, los autos se
deslizaban sin urgencia, como en otra ciudad. Y desde su terraza, Rafaela
sintió, por un momento apenas, una congoja mínima. Sutil.
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