Confío en las voces. No solo en lo que dicen, también —y a veces más— en cómo suenan cuando lo dicen. El tono, el ritmo, la pausa. Ese temblor que aparece sin querer o esa firmeza que dura medio segundo más de lo necesario. Encuentro algo de verdad ahí.
Escucho con atención. Lo hago en serio. Asumo mi
papel de escuchante/escuchadora. Me interesa cómo suenan las personas, qué y
cómo vibran. Pero a veces no lo logro. Hay voces que me aburren, que me
desconectan sin querer. No porque no digan algo valioso, aunque también, sino
porque la forma lo apaga todo. Me pasa. Me distrae. Me voy.
Y después están las muletillas. No las mías —que
seguramente tengo—las de los otros. Muchas que me cuestan, que no soporto. ME
aturden. Esas fórmulas repetidas que desgastan lo que dicen, que suenan a
piloto automático, a frase prestada. Me sacan de la escucha, me sientan mal, como
si una voz real de pronto se volviera imitación.
Lo mío, supongo, no va tanto por las palabras que
repito, sino por los gestos que hago. Pequeños movimientos, entonaciones que
revelan más de lo que quiero. Cosas que hago sin darme cuenta, pero que me
delatan. Pestañear de más, mover las manos…
Y mi voz… No me encanta cómo suena. Hay algo un
poco infantil en ella, como si no terminara de encajar con mi edad. No es
grave. Pero me desconcierta.
Aun así, la voz me parece una forma profunda de
ser. Tal vez más verdadera que la cara. Tal vez más reveladora que cualquier
foto o descripción. Quizá creo, siento,
que cuando alguien habla, incluso cuando no dice nada especial, algo en su voz
siempre está hablando de más.
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