Se lanza. No grita. No
es necesario. El viento no le devuelve ningún sonido. El vacío es limpio.
Preciso. Sin enseñanza.
Se lanza porque en el
sueño no hay consecuencias, y porque en la vigilia tampoco hay salida.
Antes de caer, antes
del vértigo, antes de que la boca se le seque de tan abierta, piensa en el vino
raro que él trajo una vez. El que tenía un sabor metálico, descompuesto. El que
tomaron igual, sin decir nada. Como todo lo que hicieron juntos, sin quejarse,
sin nombrar, sin quedarse tampoco.
Piensa que esta vez
fue distinto. Aunque lo pensó antes. Como si cada vez le costara más distinguir
el inicio del fin. Como si doliera algo —quizá sí— y tuviera que detenerse para
no quebrarse entera.
Ese día compartieron
una manta liviana en el sofá. Hablaban poco. Se decían casi nada. Pero el
cuerpo sabía. El cuerpo siempre supo. Ella pensó “tal vez esta vez sí”. Y
enseguida “o tal vez otra vez no”.
No le pidió que
volviera. No valía la pena. Se sirvió un vaso de agua con limón. Miró el cielo.
Adivinando en él la próxima vez. No lloró. No esta vez.
Después, en el sueño,
llegó la misión. Alcanzar la magia. Las instrucciones estaban claras. Sabía con
quién tenía que hablar. Sabía de quién vendría la dosis justa, la esfera
perfecta, el acceso al lugar donde el pasado se deja tocar sin que queme.
Salió. Se sentía una
reina. O algo parecido. Miro el reloj. Tarde. Frío en la espalda. Mano al
bolsillo, solo llaves. Nada más.
Cerró los ojos. Y ahí
está él. El de siempre. Le sostiene la cabeza mientras ella piensa que es un
desastre, que está desperdiciando la vida. Pero no dice nada. Solo flota en esa
tristeza densa.
Entonces sueña. Es de
noche.
La luna derrama una
luz blanca, líquida.
Él aparece con el pelo
negro, negrísimo.
La mira. Le clava los
ojos en los ojos.
Está entregado. Y ella
también.
Se acerca. Podría
besarlo. Nadie vería.
Pero no lo hace.
Despierta con las
manos sudadas. Abre un cofre. Y ahí está la bolsa. La abre. Prueba. Sí. Es
eso. Magia.
Camina. Empieza.
Sigue. Camina hasta caer. Cae.
Y mientras cae, la
esfera aparece, magia. Otra vez. No es una esfera como las otras. No es física.
Es memoria pura. Es piel que recuerda.
La toca. Se abre.
Ahí está el
lunes. El almuerzo del martes. Los chips del miércoles. El
silencio del viernes. El fin de semana que no existió. La esfera le
muestra también las conversaciones escondidas. La cicatriz de hace cuatro
años. El polvo suspendido en el rayo de sol. Las notas viejas. La
explosión colorida del saludo que nunca fue.
Ahí también está
ella. La de antes. La que salía corriendo. La que mordía la almohada con
rabia. La que ordenaba las arrugas como si fueran delitos. La que se
quedaba en la cama escuchando las gotas en el techo, pidiendo que se
detuvieran. La que esperaba que él la mirara. Y no lo hacía. Ni una sola
vez.
Pero en la esfera todo
se puede tocar sin romper. Las palabras pegadas al vidrio ya no cortan.
El neón no lastima. La velocidad no ahoga. La mirada no se escapa.
Él dice que sí, y esta
vez ella se despide sin que duela.
Cuando regresa, lo
hace entera. Poderosa. Blandísima y afilada al mismo tiempo. Sabe que no hay
escapatoria. Pero tampoco hay condena.
Sabe que no necesita
llorar más. Ahora camina. Toca las hojas secas. Agita el aire. Hace
dibujos invisibles con las manos. El tiempo se detiene. Nadie se da vuelta.
Ella ya no necesita
ser mirada. Ella ya no se traiciona. El pasado fue. El futuro no le interesa.
El presente la sostiene.
Y aunque un día va a
morir —como todos— hoy no. Hoy cae, y cae, y cae, hasta que vuela.
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